Es un hecho que estamos viviendo momentos cruciales para el sistema económico. Parece que el liberalismo con el que se movían los mercados, especialmente los financieros, ha tocado a su fin. Los grandes bancos de inversión, hasta ayer gigantes todopoderosos, convertidos en la bandera de un capitalismo ensoberbecido, caen uno tras otro como fichas de dominó, arrastrando aseguradoras y hasta cajas de ahorros. Puede ser, y yo lo espero porque la alternativa a corto plazo es mucho peor, que las medidas puestas en marcha en USA (con dificultades) y también en Gran Bretaña, frenen el proceso, pero no detendrán cambios importantes, que nos situaran en otro escenario en unos años.
Sin embargo, no hay que exagerar; ésta no es la primera vez que muere el liberalismo. En la segunda mitad del XIX la doctrina, casi recién estrenada, triunfó, obteniendo vitalidad de la enorme actividad que generaba la segunda fase de la revolución industrial (instalación de las redes de ferrocarril, nuevas industrias…). Los días negros vinieron en 1873, la primera gran crisis del sistema, pero su asfixia no llega hasta 1929, que curiosamente también nació en las finanzas. Para salir de la depresión generada por el Crack hubo que romper con todos los dogmas de la no intervención, las políticas keynesianas, como el New Deal americano, firmaron el certificado de defunción del liberalismo. Las dos guerras mundiales que se sucedieron en el XX y sus respectivas posguerras con las necesidades de reconstrucción que implicaban, no hicieron otra cosa que confirmar lo acertado de la intervención estatal.
Como todo termina, también lo hizo esta fase: la crisis de 1973 no respondió a las recetas keynesianas y la siguiente década fue comandada por Thatcher y Reagan en el Reino Unido y en EE.UU. respectivamente, convencidos ambos de las tesis del liberalismo, renacido en algunos círculos académicos (escuela de Chicago) y de los negocios. Empieza entonces el desmantelamiento del Estado de bienestar, las privatizaciones del sector público y la desregulación de los mercados. Había resucitado el liberalismo, al que se unió el prefijo neo para darle apariencia de novedad y justificar un cierto fundamentalismo. Esta vez los nutrientes que le dieron volumen fueron las nuevas condiciones y los negocios nacidos del auge de las nuevas tecnologías. Para colmo, la debacle de la URSS justificaba la desconfianza en el socialismo y desprestigiaba e invalidaba sus tradicionales tesis intervencionistas.
Hoy agoniza de nuevo el liberalismo, de forma escandalosa y poco digna, pero el capitalismo, al que sólo imponía unos retoques, sigue gozando de buena salud, de hecho no existe en el horizonte una doctrina, un sistema alternativo que lo amenace. En 1929 acababa de triunfar la revolución bolchevique en Rusia y amenazaba con extenderse por toda Europa y, aún así, superó todas las dificultades. Hoy las perspectivas para el sistema son más optimistas; tendrá que cambiar de estilista, pero seguirá siendo el mismo.
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