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El capitalismo es un sistema muy serio, con principios muy firmes y costumbres inalterables, lo que ocurre es que no le damos crédito y una y otra vez nos quedamos perplejos ante su comportamiento; aunque, dicho sea en nuestro descargo, un pelín rarito sí que es. Si se tratara de una persona y la examinara un psiquiatra le diagnosticaría un trastorno bipolar, periodos de euforia alternando con depresiones. De cualquier modo, siempre se comportó así y además con método. Quiero decir que cuando los economistas analizan el comportamiento histórico del mercado detectan que las crisis se presentan en el tiempo según una secuencia bastante estable, sin muchas excepciones, aunque con cierta complejidad, porque se superponen secuencias de crisis de diferente condición y distinta longitud de onda (distancia temporal). En los periodos de euforia, como el que acabamos de pasar, nadie quiere hablar de que acabará en una crisis y menos sobre la importancia y el carácter que tendrá; tendemos a pensar que por fin el sistema encontró la clave de la estabilidad y que ya sólo cabe temer pequeños altibajos en su comportamiento. En los momentos de depresión, si es importante (1873, 1929, 1973, 2008?), muchos aseguran que es el fin del sistema, que ya nada será igual.
Lo cierto es que después de cada una de esos trances, que son auténticos cataclismos económicos, el capitalismo reverdece como el bosque tras el incendio, rejuvenecido y dispuesto a nuevas tropelías con armas impensadas años atrás; mientras, los economistas se entretienen analizando las causas del suceso, sin que eso apenas sirva para evitar el próximo fracaso, porque tendrá otros condicionantes a los que no se les quiso prestar atención, porque en su buen momento hacían las delicias de industriales, comerciantes, especuladores, banqueros o cualesquiera estuvieran en candelero entonces. No es que las bruscas interrupciones de la prosperidad nos cojan de sorpresa, es que se quiso exprimir hasta las heces el momento de bonanza a sabiendas de que eso sólo podría conducir al abismo. Al final, en el sálvese quién pueda, siempre tendrán ventaja los causantes de la catástrofe que, a esas alturas, estarán forrados.
En este caso, nadie más culpable que los protagonistas de la especulación financiera, ejecutivos con remuneraciones millonarias y bonus astronómicos, a los que su propia situación induce a no prestar atención más que al ejercicio presente, que ha de ser brillante a costa de cualquier riesgo; los responsables políticos, que han hecho oídos sordos a las alarmas y han preferido suscribir la estúpida (por mil veces rebatida) idea de que el mercado todo lo arregla; los dirigentes de organismos internacionales, cementerios de elefantes para políticos y ejecutivos dignos de premio por su acción o inacción pasadas. En resumen, una casta, nueva aristocracia, que poco tiene que ver con el común de los mortales sufridores de todas las disciplinas que impone la crisis, que controla todos los resortes que importan a nivel global, pero que nunca pulsa en interés general.
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