Durante dos días consecutivos he estado viendo en la edición digital de El País que la noticia más consultada por los lectores era una que ponía en boca de Cristiano Ronaldo la frase: «Me encanta cuando me abuchean, me gusta ver el odio en sus ojos y escuchar sus insultos». Tanto me molestaba la dichosa máxima que al final ojeé el artículo, aunque rara vez leo algo de deportes, es una literatura que encuentro deplorable. El autor del reportaje endulzaba la afirmación calificando la actitud del futbolista de «hambre de triunfos». De entre todas las hambres posibles esta me parece la más fácil de calmar, bastarían un par de buenos fracasos, lo que le deseo fervientemente (sólo por darle gusto, a él le encanta que le odien.
No he podido evitar el paralelismo del esperpento pronunciado por el chaval con el que se atribuye a Atila: «no hay espectáculo más gozoso que arrastrar detrás de tus caballos a los enemigos mientras que escuchas el llanto de sus mujeres y de sus hijos». La literatura está plagada de loas de los guerreros a la excitación de la batalla, el olor de la sangre y la gozosa contemplación del terror en los ojos del enemigo. Se me dirá que me he pasado tres pueblos en la comparación, pero si lo analizáis con calma descontando las distancias cronológicas y de situación, tendréis que reconocer que ambas truculencias son idénticas.
A estas alturas, muchos habréis empezado a pensar que el deporte no es santo de mi devoción. Estáis en lo cierto. No sólo no lo practico (gracias a lo cual me encuentro, pese a mi edad, en excelente forma física, aunque últimamente haya un par de articulaciones que empiezan a traicionarme), sino que detesto la cantilena de sus presuntos valores.
Se suele decir que estimula una sana ambición (el hambre de triunfos de que hablábamos), pero el deseo de ganar siempre, en todas circunstancias, ser el primero, el mejor, el único, a mí, y a cualquiera que no esté mediatizado por el lugar común de la bondad deportiva, me parece una actitud enfermiza y odiosa, digna desde luego del diván de un psiquiatra. La solidaridad, la fraternidad y la cooperación en el equipo son valores que encontramos en cualquier grupo humano desde las cofradías de malechores a las unidades militares pasando por asociaciones humanitarias o de cualquier tipo, sólo que en el deporte planea sobre ellas, amenazante, la sombra de la competición. La aceptación de la derrota es una medida de supervivencia en un colectivo en el que el 99% son carne de fracaso; pero también aquí hay otra sombra, la revancha, que garantiza que no decaiga la competición. El sometimiento a unas reglas y el comportamiento caballeresco existe en cualquier forma de competición incluida la más brutal, a la que tanto debe el deporte: la guerra, que siempre estuvo reglada y en la que nació la caballerosidad frente al enemigo y frente a los no combatientes.
Nada hay en el deporte que no se pueda encontrar en muchas actividades humanas y, desde luego, existen en él comportamientos enfermizos, perversos o que inducen a la transgresión y a la violencia y que le son propios, como estamos hartos de ver y de vez en cuando nos recuerdan personajes antipáticos como el tal Ronaldo. Naturalmente el ejercicio físico y el juego son imprescindibles entre los humanos y especialmente entre los niños y los jóvenes, pero eso es una cosa y otra el deporte, que tiene una carga ideológica que no todos estamos dispuestos a soportar. Todo ello sin contar con su comercialización que ha provocado la omnipresencia en todos los ámbitos, la invasión y saturación en los medios de comunicación, el mayor despilfarro conocido y el escándalo económico, y, consiguientemente, la demonización y el desprecio de los que nos resistimos a entrar en el juego. Como profesional de la enseñanza, nunca acepté que el deporte aportara a los alumnos unos valores que no pudieran adquirirse por otras vías, incluso pensé que contenía elementos muy negativos y siempre me causó perplejidad la justificación de muchos padres: «mientras, no piensan en otras cosas» ¿A qué otras cosas se referían? ¿Cómo imaginaban las mentes de sus hijos? Expresé mi punto de vista en multitud de ocasiones, pero siempre tuve que introducir algún elemento jocoso para que no se me tomara por un desequilibrado.
Hoy ya no tengo que disimular: no me gusta el deporte; tampoco el cenizo de Ronaldo, ni Nadal mordisqueando sus copas, ni Alonso (pobrecito ¿cuándo ganó la última vez?); me carga el senderismo agónico de Edurne, el triplete (vaya palabreja) del Barça y lo arrastrado que puede ser el motorismo. ¡Puaf!
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En la foto Ronaldo manda callar al respetable
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