No tengo ni idea de qué hacía yo cuando cayó el muro de Berlín; probablemente veía en la tele de mi casa cómo caía, pero no me acuerdo. No tengo el sentido de la oportunidad y siempre se me escapan las mejores: cuando mayo del 68 yo estaba en un cuartel de caballería de León haciendo la mili, también es mala suerte porque parece que todo el mundo pasaba casualmente por París en esos momentos. Me enteré de la voladura de Carrero en un pueblo perdido de Jaén con un pincho de tortilla en la mano, merecido refrigerio después de la jornada laboral. Cuando la muerte del innombrable estaba dormido; suelo contarle a los amigos que llevaba tantas noches sin hacerlo esperando el acontecimiento que me quede roque en el momento clave, yo mismo he llegado a creerlo. Estoy condenado a no participar de la épica de los acontecimientos que el azar ha colocado en mi tiempo y eso me tiene frustrado. El papel de simple figurante es poco lucido, pero el de espectador que no ve porque le pilló distraído o porque le tapaba el cabezón de delante, es patético. Ese es el mío.
No sé si es por esto o por haber estado toqueteando la historia tantos años, el caso es que me he acostumbrado a relativizar las fechas clave y los acontecimientos decisivos. No me los creo. La historia, el acontecer de la vida de los hombres, es un continuo en el que los hitos son más señales que colocamos nosotros para no perdernos, que fisuras reales. Casi siempre son anécdotas en un proceso que es el que tiene importancia. La demostración de que la caída del muro pertenece a esta categoría es que se produjo por un tonto error informativo, como sabemos ahora.
La artrosis del socialismo real venía de lejos. Tres años antes del suceso viajé a Checoeslovaquia de forma poco habitual, porque visitamos más fábricas, cooperativas agrarias y comités locales del partido comunista checo, que monumentos o lugares pintorescos. La impresión que me produjo fue deplorable. El exceso de mano de obra que se veía por todas partes, los ritmos de trabajo y el atraso tecnológico denotaban a las claras una eficiencia y una productividad mínimas y esto era obvio hasta para nosotros que íbamos desde España; los mandos sindicales y políticos estaban a la defensiva y se lamentaban de la nefasta influencia que para la juventud checa suponían las televisiones capitalistas, mostrando paraísos de consumo, que ellos eran incapaces de neutralizar, pese a la censura. Aunque los contemporáneos no previeran el cambio, los historiadores no dudarán a la hora de considerar la caída del muro como una manifestación más del proceso de descomposición del experimento comunista de Europa oriental. La Guerra Fría ya no era guerra, la bipolarización tocaba a su fin, y si en USA hubiese habido otra administración con más visión que la de Reagan el proceso se habría acelerado.
Como anécdota, como símbolo, como metáfora la caída del muro tiene valor; pero conviene no caer en el fetichismo de las fechas o de los eventos, porque acabarán distorsionando la realidad.
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