La historia del libro es milenaria. Tal y como lo conocemos hoy, encuadernado, con hojas escritas por ambas caras y con tapas de un material más consistente, procede de finales de la antigüedad o comienzos del Medievo. Antes los textos se conservaron en rollos o volúmenes, para los que se utilizaron fibras vegetales (papiro), que luego sería sustituido por la piel (pergamino) para los códices o libros. Cada uno de estos libros, cada ejemplar, era una obra artesanal muy costosa y apreciada, que dio lugar a especializaciones: calígrafos, ilustradores, encuadernadores… Con la imprenta se industrializó la producción; antes se había producido la revolución del papel. En realidad fue un anticipo y un ensayo de la industria fabril, unos siglos antes de que eclosionara la revolución industrial, con sus características de producción masiva y barata y tuvo como principal consecuencia la democratización de la cultura, la familiaridad con los libros, que acabaron entrando en los hogares. Ya en el siglo XX los inundaron literalmente, con las ediciones baratas, de bolsillo (tan baratas que una buena parte de los fondos de las bibliotecas están hoy en peligro de desaparición por la mala calidad del papel que se utilizó desde mediado el siglo), hasta crear problemas de espacio doméstico para los aficionados a la lectura, que suelen respetar al libro como un fetiche cultural, con más valor sentimental que físico.
Ahora nace el e-book o libro electrónico. Sólo está en sus comienzos pero ya es posible descargarse millones de ellos. En poco tiempo la biblioteca total que soñara Borges podrá ser una realidad, convirtiendo en liliputienses a la antigua de Alejandría o a las gigantes de hoy, como la Biblioteca Nacional, por poner un ejemplo. Y sin embargo los libroadictos se resisten a leer en las pantallas alegando incomodidades reales o inventadas. Digo inventadas porque leer un periódico, especialmente uno de esos tabloides como sábanas, es infinitamente más incómodo que abrir un portátil, como también sostener a pulso en las manos un volumen de 700 páginas, o tratar de descifrar un tipo de letra minúsculo que encontramos en tantas ediciones. Las reales, como la luminosidad de las pantallas, están en trance de ser superadas con los nuevos sistemas, que incluso eliminan los reflejos que dificultan leer al aire libre. Las ventajas son de tal calibre y aportan tanta novedad que amenazan con cambiar el sentido de la lectura y de la escritura, al permitir el audio, los hipervínculos y la interactividad. La industria electrónica trata de salvar las resistencias con más innovaciones y ha creado el EPD (Electronic Paper Display), papel electrónico, al que algunos le auguran extraordinario porvenir y que sería una solución intermedia entre la pantalla y la conservación del papel. No sé, para mí que esto es como las lámparas que seguimos teniendo todavía colgadas del techo, con velas de pega, porque añoramos la antigua estética heredada de los tatarabuelos, pero absolutamente disfuncionales.
Sea como sea, me temo que el libro ha comenzado su desaparición. Probablemente en un futuro no muy lejano se convierta en un objeto de lujo, otra vez, digno de la atención de anticuarios y coleccionistas, pero fuera del uso cotidiano y habitual; sólo que ahora por haber sido sustituido por otro medio de conservación y difusión del saber y el arte literario mucho más eficiente. Las resistencias, se me entoja, tienen más que ver con nuestro inevitable consrvadurismo que con lo realmente necesario. Conviene no olvidar que cuando apuntaba el mercado del libro (del rollo habría que decir) en Atenas a Aristótele le pareció una desgracia que amenazaba a la conversación, que él y muchos contemporáneos consideraban superior; que cuando la imprenta llevaba ya tiempo funcionando muchos exquisitos lectores compraban libros y luego se los hacían caligrafiar porque no estaban dispuestos a renunciar a los placeres del texto escrito a mano. ¿Se repite la historia?
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