Las hormigas o las abejas, que no pocas veces nos sacan los colores por el perfecto funcionamiento de sus complejísimas sociedades, y aquellos otros animales que se agrupan en rebaños, funcionan con eficacia sin necesidad de identificar a cada uno de los individuos. No es nuestro caso. Por elementales o reducidas que sean nuestras agrupaciones sociales, lo primero que se hace en ellas es dotar de un nombre a cada nuevo individuo que se incorpore al colectivo. Tanto abundamos de esta práctica que bautizamos incluso a los animales de nuestro entorno doméstico.
La necesidad es familiar, de ahí el nombre de pila, que decimos los de tradición cristiana; pero también social, de ahí el apellido. La aparición de los Estados con toda su parafernalia controladora y represiva puso en marcha leyes y disposiciones que regularon el uso de los nombres en todas partes; en unas más que en otras, como siempre (en USA el prurito de la libertad y el culto al individuo mantienen un cierto relajo en el asunto de los nombres).
En España la primera ordenanza que trató el asunto fue la del Cardenal Cisneros (1501) en el marco de la operación, que hoy no dudaríamos en calificar de genocida, de suprimir a la población musulmana de Granada convirtiéndola en cristiana, de grado o por fuerza, o hacerla desaparecer. La necesidad de controlar a los nuevos cristianos le llevó a establecer la obligatoriedad de un nombre y un apellido, que debía ser el del padre. Hasta entonces, salvo en las familias nobles, era costumbre usar motes relacionados con algún lugar, oficio o característica personal, que, naturalmente, podían ser distintos para cada hermano. Por supuesto, en la ordenanza de Cisneros, la madre era ignorada porque según la tradición aristotélica el papel de la mujer en la gestación de la nueva vida era el de mero recipiente, y porque así convenía a la familia patriarcal tan cara a los usos cristianos. En 1833, en el momento en que se está gestando el nuevo Estado burgués de manos de los liberales, el granadino Javier de Burgos, a la vez que ideaba la exitosa división provincial (aún perdura), creó el Registro Civil y se estableció la obligatoriedad de inscribir en él a los recién nacidos con un nombre y dos apellidos, el del padre y el de la madre, con preferencia del primero. La idea aristotélica sobre el papel de la mujer estaba ya superada pero no el patriarcalismo; antes bien, la nueva sociedad burguesa asumía el viejo sexismo y lo elevaba a la categoría de principio medular de la nueva sociedad.
La de ahora es una reforma del Registro Civil, institución que mantiene algunas discrepancias con los principios constitucionales y ha acumulado disfunciones con el paso del tiempo; el orden de los apellidos es sólo un elemento, sin duda el más llamativo. Que el PP la convierta en cuestión a combatir por considerarla un ataque a la familia, no tiene precio como información a los electores sobre el rancio basamento ideológico del principal partido de la oposición. Lástima que haya tan poca gente dispuesta a asimilar la lección.
1 comentario:
No conozco todos los contenidos de esta reforma. Pero, ateniéndome al asunto de los apellidos, es una de las pocas ideas de ZP (o aceptadas por ZP) que me parecen buenas. Exceptuando lo del orden alfabético, que yo sustiuiría por el sistema de otros países: echarlo a suertes. Lástima que no pueda dejar de sospechar, una vez más, que sale ahora a la luz por puro interés oportunista, como elemento de distracción. De lo dicho se deduce que el PP, al oponerse, se sitúa en una posición inaceptable, y más con esos argumentos que va difundiendo. Saludos.
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