Las oscilaciones del péndulo
muestran cómo una masa gravitatoria pendiente de un punto fijo, que ha sido
desplazada, al liberarse, no vuelve a su posición de reposo sino a un punto situado
a semejante distancia de ésta pero en la dirección contraria. En los hechos
sociales suele ocurrir otro tanto. Durante la dictadura los partidos fueron
prohibidos y demonizados durante décadas de propaganda encaminada al
desprestigio absoluto de la democracia. La Transición elaboró una legislación
sobre partidos y un sistema electoral que buscaban su consolidación y
fortalecimiento, llevando el péndulo al otro extremo; es decir, permitiendo,
aunque no lo buscara, una auténtica “partitocracia”, o sistema en el que los
partidos han pasado de ser vía imprescindible para el ejercicio político de los
ciudadanos a constituir una barrera para que se ejerza con claridad y limpieza,
interponiendo el muro de sus intereses propios. Esto ya es corrupción; pero, lo
peor es que por esa puerta entraran otras muchas corruptelas cada vez menos
presentables.
La historia de la corrupción
política en la democracia y los últimos hechos protagonizados por el PP, así
como el desapego creciente y alarmante de los ciudadanos respecto del sistema
de partidos, que amenaza a la democracia misma, reclaman medidas que no se
limiten a auditorías, comisiones o alguna legislación puntual.
Haciendo un paréntesis habría
que decir que la corrupción no nace de la nada. Requiere de una sociedad en la
que las exigencias éticas se tambalean y diluyen con extrema facilidad ante la
presencia de la mínima dificultad, o una oportunidad de provecho. Necesita del ambiente en donde el éxito económico tiene
tal prestigio que disculpa de inmediato cualquier irregularidad para lograrlo.
Prospera en un medio en la que lo público ha sido tradicionalmente campo donde
pacen intereses privados de toda índole sin que a nadie escandalice. Sin duda
la herencia moral que dejó la dictadura unida a los “mandamientos” del
neocapitalismo tienen su peso.
Entre las propuestas de medidas salvadoras
que se escuchan son frecuentes las que se refieren a la ley de partidos, a la
ley electoral y al control de las cuentas.
No me cabe duda que llenar de
contenido la ley de partidos (hasta
ahora no tenía objetivo mayor que la lucha antiterrorista), es una necesidad.
Se requiere que las exigencias de funcionamiento democrático no emanen sólo de los
reglamentos internos. Pero, sobre todo, siempre me pareció que en un sistema
parlamentario como el nuestro sería muy deseable que la dirección del partido
no recaiga nunca sobre la misma persona que dirige el gobierno. El hábito de
que el líder del partido sea el candidato a la Jefatura del Gobierno conduce a
que su grupo parlamentario adquiera los modos de una marioneta, lo que
contribuye al desprestigio de las cámaras y socava gravemente una de las funciones
clave del Parlamento, el control del Gobierno; lleva, además, a un cesarismo
innecesario y nada estimulante para la vida política democrática.
Se habla insistentemente de la necesidad
de las listas abiertas para que los electores puedan descartar a los que no
deseen de las candidaturas de los partidos. No estoy en contra, pero dudo de
que tenga efectos tan benéficos como se le supone. Hoy el Senado se elige con
listas abiertas lo que no impidió que Bárcenas
fuera varias veces el senador más votado en Cantabria, aunque nadie lo conocía
en la región, según cuenta su expresidente M. A. Revilla. El secreto radicaba en el orden alfabético de
las papeletas que lo colocaba el primero entre los del PP. Aunque pocos se
toman en serio al Senado, la anécdota es significativa. Mucho más importante
que las listas abiertas es, a mi juicio, que los distritos sean más pequeños
para que se evite la figura del candidato desconocido y al que es imposible
pedir cuentas de su gestión en esta especie de representación impersonal. Los
distritos provinciales, por su tamaño, contribuyen además a primar a los territorios
sobre la población, favoreciendo a las zonas rurales (desertizadas) sobre las
urbanas (superpobladas).
El Tribunal de Cuentas es un
excelente instrumento de control si tuviera la dotación suficiente y no cayera
en la rutina de centrarse en que las cuentas cuadren, sin profundizar más, lo
que parece ser la situación real. Con frecuencia la rigidez de las exigencias reglamentarias
induce a los responsables de organismos e instituciones públicas a recurrir a pequeñas
irregularidades ante el afán por cuadrar sus cuentas, lo que parece satisfacer,
sin más, a quienes ejercen el control. No hay más corrupción por la integridad
moral de la inmensa mayoría de los funcionarios, pero las condiciones no son
las óptimas para impedirlo. La financiación ilegal de los partidos utiliza los
mismos resquicios sin el freno ético de los funcionarios. Se requiere un cambio
en los modos, más que crear nuevos organismos, y dotar sin tacañería de dinero
y funcionarios a los que ya existen.
La democracia es el único modo
civilizado de gestionar los conflictos de intereses colectivos y de compaginar
los privados con los públicos. No la pongamos en peligro por no hallar el sitio
adecuado para los partidos, que, por otra parte, son imprescindibles. El
movimiento pendular (rechazo/ exaltación /rechazo), que seguramente es
inevitable, debe reducirse; ambos extremos son nefastos.
3 comentarios:
Puesto que, como supongo, te refieres a t-o-d-o-s los partidos (aunque solo citas al PP), manifiesto mi total acuerdo con tu escrito, amigo Arcadio. Quiero subrayar un detalle que tú solo insinúas: si no hubiera políticos ni organizaciones políticas como las existentes en nuestra democracia (cosa que mucha gente tal vez aliente en el fondo de sus críticas a la clase política), ¿qué habría? Estoy casi seguro de que la alternativa es el "salvador de la patria", el dictador populista..., figura de la que todos los que ya ni peinamos canas, sabemos un rato. Salud(os).
Un excelente análisis...es la cruda realidad !
Saludos
Mark de Zabaleta
Amigo Arcadio, acabo de comprobar que has dado matarile a tus "Tribulaciones". Créeme, las echaré de menos. No sé si eres consciente de que, en su concentración, eran provocación pura. Ay.
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