Una cosa es amar a los
pobres y otra detestar la pobreza. Se puede practicar la caridad tratando de
mitigar el sufrimiento que la pobreza genera en las personas: amor a los
pobres; y se pueden crear, apoyar, exigir las medidas estructurales de cambio
social que permitan erradicar la desigualdad, el dominio económico de unos
sobre otros: repudio de la pobreza. Nadie duda que la iglesia practique y promueva el amor a los pobres. Los
ejemplos son múltiples en la historia y en el presente. No seré yo quien le quite
ese mérito. También es cierto que la bendita práctica ha sido utilizada más
veces de las deseables con fines espurios: bien para el proselitismo, o bien para
desarmar actitudes de rebeldía potencialmente peligrosas para la conservación
del statu quo social. Pero ese es otro debate. Lo que suscita dudas, por
decirlo con suavidad, es que la prédica del amor a los pobres se complemente con
la condena de la pobreza, y mucho menos con la acción positiva por su
erradicación definitiva.
La iglesia es una institución
compleja. Históricamente ha tenido un largo periodo de muchos siglos en el que
constituía el corpus social completo. Fuera de ella no existía más que la
muerte, renegados, o la marginación y la persecución, minorías de otras
creencias. Lógicamente en su seno han surgido corrientes y movimientos que han
tratado de ir más allá de la caridad al uso, planteándose el cambio social,
bien por una exaltación de la pobreza (monaquismo y sus reformas medievales, mendicantes,
etc.) o por la denuncia de la explotación (movimientos históricos, como los
husitas, basados en los textos proféticos más que en los evangélicos, y, recientemente,
la llamada teología de la liberación, deudora del marxismo). Pero hay que decir
que todos los movimientos de carácter igualitario, aquellos que planteaban
cambios en las estructuras sociales (políticos) han sido reprimidos duramente por la propia iglesia, que nunca se contentó
con desautorizarlos, denunciándolos como heréticos, sino que cuando pudo los
aplastó de modo inmisericorde. Sólo han persistido aquellos que se limitaban a exaltar
la pobreza, sin duda porque acababan reducidos al entorno de algunas ordenes
religiosas, restringiendo su impacto a la iglesia institucional pero dejando
inalterada la sociedad. Concluyamos pues que no hay que sorprenderse de que la
desigualdad, que posibilita y genera la pobreza, no haya desaparecido en los cerca
de dos mil años que la iglesia ejerció un dominio ideológico (en gran medida
también político) casi absoluto en Occidente, pese a su cacareado amor a los
pobres, o quizás por eso mismo.
Llegados a este punto
alguien podría alegar que en otros ámbitos culturales donde dominan otras
creencias y otras iglesias tampoco se ha producido una nivelación social. Es
cierto. Pero eso sólo confirma que ninguna religión es instrumento para la
justicia social y que todas ellas a lo que contribuyen con eficacia es a la
consolidación de las estructuras existentes. Son sin excepción instrumentos
conservadores.
En el caso del cristianismo,
especialmente el católico, existe además un enaltecimiento del sufrimiento y
del dolor, derivado del sacrificio de
Jesús, que favorece la aceptación de las desgracias con alegría, lo que, según
se predica, los sitúan en el camino de la imitación de Cristo (es sabido que
Teresa de Calcuta, que entregó su vida por los enfermos, se resistía a
aplicarles tratamientos paliativos por esa razón). La pobreza, por tanto, puede
ser vista como una bendición, una prueba más que envía la providencia. La
iglesia viene a decirnos: amemos a los pobres pero también a la pobreza, que
hace posible su existencia y que prueben la fortaleza de su fe, así como la práctica
de la caridad, expresión máxima de amor al prójimo. ¿Para qué cambiar nada?
Dice un adagio muy recurrido
que mejor que dar pescado a un hambriento conviene enseñarle a pescar; pero, el
cuento se quedó a medias porque a continuación habría que ayudarle a que
arranque al capitalista local los derechos que tiene (usurpados) sobre el río.
Si lo primero era una obra de caridad para lo que sólo se precisa de
voluntarismo, lo segundo es una acción política para lo que hace falta mucho
más: una percepción clara de la injusticia y de la necesidad del cambio, un
programa, una estrategia, instrumentos sociales y políticos para la acción…
El discurso de la iglesia se
queda sólo en el primer paso e incluso condena a los suyos que desde dentro
tratan de dar el segundo. Lamentable pero, con todo, soportable si la masa de
los ciudadanos no estuviera empapada de la moral que durante siglos ha
permitido la injusticia con la coartada de la caridad; es nuestra
responsabilidad sacudírnosla.
Dicen que el papa Francisco
es el amigo de los pobres. Tendrá que demostrarlo con acciones positivas contra
la pobreza, no con prédicas dirigidas al corazón
de los poderosos y al estímulo de la caridad. Lamentablemente su pasado no
alimenta esa esperanza.
1 comentario:
Es importante distinguir caridad y justicia. La práctica de l caridad es un atentado contra la dignidad humana.
Es mi punto de vista
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