La
fundación de John Templeton (Templeton Fundation) residenciada en USA emplea sus
cuantiosos fondos a la titánica, y se me antoja que inútil, tarea de compaginar
ciencia y religión. Hace unos años dediqué un post, con el que me divertí
bastante, a un famoso experimento
de la oración, que financió esa institución y Dawkins había contado en El Espejismo
de Dios, en donde tuve noticia de él. Estos días recoge la prensa
que la misma institución dedicará varios millones de dólares a una nueva
investigación, ahora sobre si existe la vida de ultratumba y los “espacios” en
que se desarrolla: cielo, infierno, purgatorio, karma… La verdad es que me cae
simpático el empeño aunque sólo sea porque pone los pelos de punta a los
creyentes fundamentalistas que ven en él blasfemia más que interés científico o,
lo que fue quizás la intención inicial del fundador, el intento de liberar a la
religión de la hojarasca supersticiosa más tosca.
La narcisista capacidad que los humanos poseemos de pensarnos a nosotros mismos, lo que hasta el presente no se ha hallado en otras especies, puede ser la responsable de que creamos que existe una diferencia radical entre el género humano y el resto del reino animal. Partiendo de esa creencia hemos ido acumulando otras que hagan más y más grande la distancia entre ambos, a saber: presumir la intervención divina para explicar nuestra aparición en la Tierra; creernos portadores de un elemento inmaterial no sujeto a las leyes físicas, el alma; pensar que estamos destinados a otra vida que trasciende la presente…
Para desdicha de los que se
inquietan ante nuestra condición animal la ciencia ha ido borrando fronteras y
restando distancias entre nuestra especie y las demás de manera incansable
desde hace un par de siglos. No voy a detenerme en la decisiva y monumental
aportación de Darwin, que rompió un nudo gordiano al incluirnos en la cadena
evolutiva. Por primera vez la ciencia nos ponía en el ecosistema global como un
elemento más, provocando en las conciencias un desconcierto tal que doscientos
años después la polémica suscitada por la teoría, una de las mejor fundamentadas
en la historia del conocimiento científico, sigue levantando ronchas.
Ciertamente los límites no deben
estar claros porque desde tiempo atrás se ha incluido, o casi, entre los
animales a sectores a veces tan amplios como las mujeres o minorías étnicas y culturales
(negros, judíos, gitanos…) de los que se
dudó en el pasado que tuvieran alma y, hasta hoy mismo, que compartan todas las
características de la excelencia humana.
Ahora la ciencia experimental
parece empeñada en arrebatarnos, una tras otra, la exclusividad de capacidades
que negábamos con impresionante ceguera a los animales, haciendo más líquida e
inaprensible la frontera que nos separa de ellos, si es que existe alguna. Hasta
ayer mismo, contra evidencias al alcance del observador más mediocre, creíamos
que sólo nosotros éramos capaces de fabricar y utilizar herramientas, mito que
los etólogos han enterrado definitivamente. Sabemos ya que las emociones y
sentimientos más complejos circulan entre animales que se organizan en grupos
familiares, como entre nosotros. Deslumbrados
por las bondades del habla humana hemos despreciado otros métodos de
comunicación de increíble variedad y sofisticación que la naturaleza ha puesto
a disposición de otras especies y que en algunos aspectos superan en eficacia a
los nuestros. La lista se podría prolongar muy largamente.
Para colmo la estructura de
nuestro cerebro es un testigo del proceso evolutivo de forma que podemos encontrar
en él desde elementos aparecidos “recientemente” (neocorteza) hasta aquellas de
cuando no pasábamos de la condición de reptiles (cerebro reptiliano). Existe
además la cuestión de las especies de homínidos desaparecidas, apenas
entrevistas por los restos fósiles, pese a los enormes avances últimos, que
difuminan aún más, si cabe, un límite preciso.
No es necesario insistir más, nuestra
condición animal está más que probada, sólo nos queda asumirla. Desde el
momento en que eso ocurra las preguntas sobre para qué estamos aquí, cuál es el
sentido de la vida y tantas similares que hoy circulan con el marchamo de
profundas y filosóficas, se habrán convertido en inútiles y absurdas. Como
inútiles y absurdos parecerán tantos esfuerzos por comprender “verdades” que
sólo se habían fabricado para justificar una exclusividad que no tenemos.
Post scriptum: si al final la investigación Templeton demostrara
la existencia de la vida eterna en cualquiera de sus acepciones, paradisiaca o
infernal, no os extrañe ni me reprochéis que haga desaparecer este artículo.
Uno tiene derecho a reservarse una vía de escape.
2 comentarios:
Gran artículo !
Mark de Zabaleta
Je, je, muy divertido. A uno ya no le extraña que en EEUU haya sociedades como esta que gasta millones en "investigar" si hay vida eterna. Desde que vi que no se podía entrar a las convenciones políticas con botellas con líquidos, pero sí con un kalashnikov y munición abundante... ¿Se habrá enterado esta gente de que los griegos en el siglo IV aC se inventaron una cosa llamada lógica?
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