1 abr 2013

La ciencia y la vida eterna

La fundación de John Templeton (Templeton Fundation) residenciada en USA emplea sus cuantiosos fondos a la titánica, y se me antoja que inútil, tarea de compaginar ciencia y religión. Hace unos años dediqué un post, con el que me divertí bastante, a un famoso experimento de la oración, que financió esa institución y Dawkins había contado en El Espejismo de Dios, en donde tuve noticia de él. Estos días recoge la prensa que la misma institución dedicará varios millones de dólares a una nueva investigación, ahora sobre si existe la vida de ultratumba y los “espacios” en que se desarrolla: cielo, infierno, purgatorio, karma… La verdad es que me cae simpático el empeño aunque sólo sea porque pone los pelos de punta a los creyentes fundamentalistas que ven en él blasfemia más que interés científico o, lo que fue quizás la intención inicial del fundador, el intento de liberar a la religión de la hojarasca supersticiosa más tosca.

La narcisista capacidad que los humanos poseemos de pensarnos a nosotros mismos, lo que hasta el presente no se ha hallado en otras especies, puede ser la responsable de que creamos que existe una diferencia radical entre el género humano y el resto del reino animal. Partiendo de esa creencia hemos ido acumulando otras que hagan más y más grande la distancia entre ambos, a saber: presumir la intervención divina para explicar nuestra aparición en la Tierra; creernos portadores de un elemento  inmaterial no sujeto a las leyes físicas, el alma; pensar que estamos destinados a otra vida que trasciende la presente…
Para desdicha de los que se inquietan ante nuestra condición animal la ciencia ha ido borrando fronteras y restando distancias entre nuestra especie y las demás de manera incansable desde hace un par de siglos. No voy a detenerme en la decisiva y monumental aportación de Darwin, que rompió un nudo gordiano al incluirnos en la cadena evolutiva. Por primera vez la ciencia nos ponía en el ecosistema global como un elemento más, provocando en las conciencias un desconcierto tal que doscientos años después la polémica suscitada por la teoría, una de las mejor fundamentadas en la historia del conocimiento científico, sigue levantando ronchas.
Ciertamente los límites no deben estar claros porque desde tiempo atrás se ha incluido, o casi, entre los animales a sectores a veces tan amplios como las mujeres o minorías étnicas y culturales (negros, judíos, gitanos…)  de los que se dudó en el pasado que tuvieran alma y, hasta hoy mismo, que compartan todas las características de la excelencia humana.
Ahora la ciencia experimental parece empeñada en arrebatarnos, una tras otra, la exclusividad de capacidades que negábamos con impresionante ceguera a los animales, haciendo más líquida e inaprensible la frontera que nos separa de ellos, si es que existe alguna. Hasta ayer mismo, contra evidencias al alcance del observador más mediocre, creíamos que sólo nosotros éramos capaces de fabricar y utilizar herramientas, mito que los etólogos han enterrado definitivamente. Sabemos ya que las emociones y sentimientos más complejos circulan entre animales que se organizan en grupos familiares, como entre nosotros.  Deslumbrados por las bondades del habla humana hemos despreciado otros métodos de comunicación de increíble variedad y sofisticación que la naturaleza ha puesto a disposición de otras especies y que en algunos aspectos superan en eficacia a los nuestros. La lista se podría prolongar muy largamente.
Para colmo la estructura de nuestro cerebro es un testigo del proceso evolutivo de forma que podemos encontrar en él desde elementos aparecidos “recientemente” (neocorteza) hasta aquellas de cuando no pasábamos de la condición de reptiles (cerebro reptiliano). Existe además la cuestión de las especies de homínidos desaparecidas, apenas entrevistas por los restos fósiles, pese a los enormes avances últimos, que difuminan aún más, si cabe, un límite preciso.
No es necesario insistir más, nuestra condición animal está más que probada, sólo nos queda asumirla. Desde el momento en que eso ocurra las preguntas sobre para qué estamos aquí, cuál es el sentido de la vida y tantas similares que hoy circulan con el marchamo de profundas y filosóficas, se habrán convertido en inútiles y absurdas. Como inútiles y absurdos parecerán tantos esfuerzos por comprender “verdades” que sólo se habían fabricado para justificar una exclusividad que no tenemos.

Post scriptum: si al final la investigación Templeton demostrara la existencia de la vida eterna en cualquiera de sus acepciones, paradisiaca o infernal, no os extrañe ni me reprochéis que haga desaparecer este artículo. Uno tiene derecho a reservarse una vía de escape.

2 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Gran artículo !


Mark de Zabaleta

Manuel Reyes Camacho dijo...

Je, je, muy divertido. A uno ya no le extraña que en EEUU haya sociedades como esta que gasta millones en "investigar" si hay vida eterna. Desde que vi que no se podía entrar a las convenciones políticas con botellas con líquidos, pero sí con un kalashnikov y munición abundante... ¿Se habrá enterado esta gente de que los griegos en el siglo IV aC se inventaron una cosa llamada lógica?