4 jun 2013

Espiritualidad y cerebro

Cuando Stendhal visitó Florencia sufrió un choque emocional ante la excelencia y la acumulación de obras de arte en la ciudad: cuando salía de visitar Santa Croce sintió palpitaciones, vértigo, confusión y un estado de ánimo que le indujo al llanto, según cuenta él mismo. Posteriormente la medicina ha descrito estos síntomas y los ha denominado “síndrome de Stendhal”. Se da en personas especialmente sensibles a la belleza y al arte. Precisamente los artistas poseen una sensibilidad por encima de lo normal. A veces, esa hipersensibilidad roza o penetra ampliamente lo enfermizo, como son los casos tan conocidos de Van Gogh, Dostoievsky y otros muchos.


La creación artística y la capacidad para apreciarla y vivirla interiormente son cualidades del espíritu, sea lo que sea lo que esto signifique. El sentimiento religioso es también una experiencia espiritual. De hecho son fenómenos tan similares que a veces se funden de modo inseparable: la poesía mística que nos legó S. Juan de la Cruz alcanzó la cumbre de la literatura y de la religiosidad. Lo mismo se puede decir de artistas plásticos como Fra Angelico, músicos, etc.

Cuesta trabajo descender de las cumbres feraces de la espiritualidad a los yermos materiales, pero es evidente que tales facultades humanas se generan en algún lugar del sistema nervioso. La neurociencia las ha localizado en el lóbulo temporal, vinculado al sistema límbico, una de las partes más antiguas de nuestro cerebro. Curiosamente esta sección responsable de la espiritualidad, esa cualidad tan elevada que parece estar llamada a trascender lo humano, la compartimos con otros animales,  más concretamente con todos los mamíferos. Lo que es específicamente humano es el pensamiento lógico, pero no el mundo de las emociones.

Hoy sabemos más; por ejemplo, que unos trastornos neurológicos que denominamos epilepsias pueden afectar a esta zona estimulándola en exceso y dando lugar a experiencias espirituales enfermizas, que se manifiestan en el arte, como he señalado arriba, produciendo obras extremas en su excelencia pero logradas en medio de la confusión, la angustia o la ansiedad del artista. Resultados similares pueden producir algunas drogas: es conocido el efecto del alcoholismo en poetas como E. A. Poe o el uso de psicotrópicos por músicos o artistas de todo tipo.

La experiencia religiosa se ve afectada por los mismos fenómenos, ya que también es parte de la espiritualidad. Se ha escrito mucho sobre el uso de productos psicoactivos por chamanes para entrar en conexión con los espíritus; por las pitonisas de los oráculos en la antigüedad, que, en sus trances, establecían comunicación con los dioses; o en las ceremonias del vudú en combinación con la música rítmica para lograr estados de exaltación individuales y colectivos. Pero se ha hablado menos de la incidencia de aquellos trastornos (epilepsias) en la formación y desarrollo de las grandes religiones del mundo.

Sin referirnos a Jesús, del que sabemos (con certeza histórica) demasiado poco, en los orígenes del cristianismo hay una figura central, para muchos el verdadero creador del cristianismo como fe diferenciada del judaísmo, Pablo de Tarso, cuya conversión, relatada por él mismo, sería hoy diagnosticada por cualquier neurólogo no contaminado como una crisis epiléptica típica (pérdida de conocimiento, audición de voces y ceguera temporal, incluida la conversión fulminante e impredecible). En el Antiguo Testamento (“Tanaj” hebreo) una buena parte de los profetas (“neviin”) ofrecen síntomas no menos claros de alteraciones neurológicas del tipo referido o bien psicóticas.

 En el siglo VII, de nuevo un profeta, Mahoma (Muhammad), que castigaba su cuerpo con los rigores del ayuno, comenzó a recibir revelaciones divinas por el intermedio del arcángel Gabriel. Le llegaban en medio de crisis convulsivas en las que arrojaba espuma por la boca mientras sus allegados le sujetaban por miedo a que se autolesionara. Casi no se necesita ser médico para hacer el diagnóstico. Inmediatamente después de cada una contaba oralmente a sus próximos lo que se le había revelado. Los oyentes lo memorizaban y los que no eran ágrafos, como él, lo escribían en hojas, cortezas, etc., lo que constituye el origen de El Corán.

La estela de la hiperreligiosidad inducida por la epilepsia en personajes de diverso cariz no cesa en los siglos siguientes, desde una santa mártir de acciones contundentes como Juana de Arco a la mística excelsa, elevada a “madre de la Iglesia,” Teresa de Cepeda (Sta. Teresa de Jesús).

Cabe preguntarse cuál sería el panorama religioso en la actualidad de haber dispuesto desde la antigüedad de un remedio eficaz contra este trastorno neurológico.
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Escribí sobre el tema en Locura y religión va a hacer 4 años. Vuelvo sobre él estimulado por la lectura de una conferencia del neurólogo F. J. Rubia, hallado en el conocido Blog de Antonio Piñero, que me aportó nuevos datos.
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4 comentarios:

peperagar dijo...

¿Cómo se puede ser científico y creyente?

Arcadio R.C. dijo...

Amigo Pepe, bienvenido. Es la gran pregunta, pero contestación debe tener ¿O no?
Un abrazo.

Arcadio R.C. dijo...

Perdona que te conteste en dos a tu comentario, pero creo que tu pregunta merecía algo más por mi parte. Aunque no sea yo un neurocientífico se me ocurre que la pregunta arranca de la razón lógica, sin embargo el sentimiento religioso anida en otra parte del cerebro como señalaba en el artículo. Aunque sea una unidad anatómica y funcionalmente esta fragmentación que procede de su génesis puede que se manifieste en tan flagrante contradicción. Bueno, es una hipótesis.

Anónimo dijo...

COMO DESARROLLAR INTELIGENCIA ESPIRITUAL
EN LA CONDUCCION DIARIA

Cada señalización luminosa es un acto de conciencia

Ejemplo:

Ceder el paso a un peatón.

Ceder el paso a un vehículo en su incorporación.

Poner un intermitente

Cada vez que cedes el paso a un peatón

o persona en la conducción estas haciendo un acto de conciencia.


Imagina los que te pierdes en cada trayecto del día.


Trabaja tu inteligencia para desarrollar conciencia.


Atentamente:
Joaquin Gorreta 55 años