¿Existe
una cultura europea? Si la respuesta fuese afirmativa ¿Cómo definirla o describirla?
En este momento en que la construcción de una unión europea parece imparable (a
pesar de la crisis y porque al superarla es de prever un salto adelante) estas preguntas
son pertinentes.
Cuenta la mitología clásica que Europa era una princesa
fenicia, semita según nuestros esquemas etno-históricos de hoy, que fue raptada
por Zeus. Se había mostrado ante ella como un manso toro blanco, pero tan
pronto la ingenua muchacha se encaramó confiada en su lomo emprendió la carrera
que ya no detuvo hasta llegar a Creta.
Para muchos lingüistas, personajes menos simpáticos
que los narradores de mitos pero quizás no menos fantasiosos, el nombre del
continente proviene de la raíz semítica (otra vez los semitas) rb con la que se designa la puesta del
sol (irib en asirio, ereb en arameo), uruba designaría “las tierras occidentales”. Visto desde Oriente
Medio el asunto tiene sentido.
Lo cierto es que ni los griegos, que ocupaban una parte
mínima y extrema, ni los romanos denominaron así al continente. Todavía en el
S.IX d.C., Carlomagno, que construyó el primer imperio francamente europeo, lo
denominó Imperio Romano Germánico, ignorando por completo el vocablo Europa. De
hecho, para unos y otros, la mayor parte del territorio que hoy responde a esa
denominación era simplemente tierra de “barbaros”, gentes ignorantes que
desconocían la cultura griega o, después, latina.
Sin embargo ningún europeo de hoy dudaría en afirmar que el
origen de la civilización europea (?) está en Grecia y Roma. Es allí donde
identificamos nuestras raíces, tanto los que se asoman al Mar del Norte o al
Báltico como los que lo hacemos al Mediterráneo. Probablemente sea el rasgo que
más europeos identifican como distintivo, proceder de la civilización greco
latina.
Pero hagamos un zoom sobre el mundo antiguo.
Los helenos florecieron en un archipiélago extremo oriental
del Mediterráneo y las costas continentales circundantes, que eran europeas y asiáticas
por igual. Su lengua indoeuropea (como la de los persas) se escribía con un
alfabeto fenicio. Su panteón, si hemos de hacer caso a Herodoto, era importado
de Egipto. De hecho Grecia vivía de espaldas al continente y cuando Alejandro
emprendió la construcción de un gran imperio ni se le pasó por la imaginación
ir hacia occidente, por el contrario marchó hacia oriente y Egipto. El mundo
helenístico (postalejandrino) contó con el griego como lengua franca (en
hermandad con el arameo) pero se extendía por un espacio en el que se difundió
el judaísmo, nació el cristianismo (todos los textos del Nuevo testamento se
escribieron en griego) y podía inscribirse casi por completo en el territorio
que siglos después sería el islam. Los griegos eran mediterráneos y sólo
después de que ingleses y alemanes se los apropiaran como ancestros culturales
en el romanticismo nos hemos acostumbrado a imaginarlos como germanos, con
rizos dorados y ojos claros.
Por su parte, los romanos tuvieron como eje el Mediterráneo
(Mare Nostrum), pero por el norte nunca sobrepasaron la línea Rin-Danubio y por
el sur alcanzaron los desiertos arábigos y africanos. Cuando en sus
postrimerías se dividió el Imperio no lo hizo siguiendo una línea de Este a
Oeste sino de Norte a Sur de manera que en las dos partes había pueblos
europeos y asiáticos o africanos.
Sólo después de que durante la Edad Media las tres
religiones abrahámicas acabaran distinguiéndose nítidamente por el
procedimiento de ir marcando conscientemente las diferencias, el Mediterráneo
se levantó como frontera. El antiguo magma en el que no se distinguía
Europa, Asia o África, que había levantado una de las culturas más brillantes
de la humanidad, se fragmentó en partes que, en el mejor de los casos, se
ignoraban.
En Europa, el Renacimiento humanista recuperó como propias
muchas de las conquistas de los antiguos, y la ilustración ahondó en el proceso
dos siglos después. Pero los irracionalismos, romántico o de otros apellidos,
del XIX y parte del XX utilizaron métodos pseudocientíficos y una descarada
manipulación de la historia para presentárnoslos como nuestros directos
ancestros, radicalmente opuestos en su perfil cultural a un supuestamente bárbaro,
confuso y artero, aunque quizás refinado, oriente. Operación facilitada por la
tarea previa llevada a cabo durante siglos por el debate y pensamiento
religiosos.
Se da pues la paradoja de que
aquello que compartimos los europeos y que puede ser la base de una supuesta
cultura común es algo que nunca existió. Nada nuevo si tenemos en cuenta que
todas las naciones se basan en mitos fundacionales, por definición, falsos.
Quizás tendríamos que felicitarnos porque al menos contamos ya con un cuento
por el que a cualquier europeo se le pueden humedecer los ojos de sentimiento y
orgullo. ¿Quién dice que Europa no tiene porvenir?
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Libro recomendado: Martín Bernal: Atenea negra. Ed. Crítica.
Artículo sobre el tema: Brújula para occidentales...
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