La
sociedad humana a lo largo de los milenios de su existencia ha acumulado un
patrimonio colectivo cuyos beneficios corresponden a todos y cada uno de sus
componentes. Sin interferencias injustificadas ese legado debería bastar para garantizar
una existencia digna a todo humano allí donde resida y proceda del grupo que
proceda.
La civilización, o la cultura, es un proceso acumulativo y
dado que todos los humanos que hoy pueblan el Mundo proceden de ancestros comunes,
los herederos de todos los logros de la raza humana hasta el día de hoy son
todos sus miembros, no sólo los más poderosos, que, de hecho, han monopolizado
esos bienes y se esfuerzan por asegurárselos para el futuro. Cualquier progreso
tecnológico o científico de hoy, por muy bien que esté identificado su autor,
no sería posible sin los millones de pequeños o grandes pero anónimos avances
sucesivos y acumulativos que ha generado la humanidad desde el principio de los
siglos. Cualquier propiedad sobre cualesquiera bienes sólo es posible porque lo
permiten unas leyes que derivan de una coyuntura sociopolítica concreta,
siempre susceptibles de ser abolidas en nombre de otros principios más justos.
Los estados nacen históricamente por la necesidad de legitimar
y defender los bienes y derechos acumulados por una minoría. Situación que fue
identificada cínicamente como de paz social.
Consecuentemente las fronteras estatales o nacionales son
producto de una historia que ha compartimentado el suelo y sus habitantes en beneficio
último de élites locales poderosas. Pero ese hecho ha posibilitado y acelerado
un progreso desigual y, consecuentemente, una jerarquización y una dialéctica de
competencia y dependencia en las relaciones interestatales. Como se puso de
manifiesto en el Siglo XX tal tipo de relaciones generaban tensiones que, dado
el nivel de avance tecnológico logrado, encerraban una potencialidad
susceptible de terminar traumáticamente con la civilización global. La ONU fue
el resultado de la reflexión que pretendía acabar con esa situación
democratizando las relaciones internacionales.
Por su parte, las relaciones interclases dentro de los
estados también sufrieron en los últimos cien años transformaciones profundas
que derivan básicamente de la elevación de la democracia a valor indiscutible y
universal, al menos entre los principios éticos de que alardean todos y cada
uno de los ciudadanos, individual y colectivamente. Sin embargo la acumulación
de riqueza en manos de una minoría persiste y alcanza niveles nunca conocidos,
pero también una creciente sofisticación que utiliza las complejas estructuras
jurídicas y económicas de las sociedad actual, enmascarando de legalidad, inevitabilidad
y hasta de necesariedad, lo que es, como siempre, pura y simple expropiación;
legal (no siempre) si nos atenemos a las legislaciones vigentes, pero fraudulenta
si nos atenemos a consideraciones éticas.
Teniendo en cuenta lo que se ha dicho en los primeros
párrafos es hora ya de dar un paso más en la democratización interna
estableciendo una Renta Básica de
Ciudadanía (RBC) que garantice a todos y cada uno los medios para una
subsistencia digna, según los parámetros de nuestro nivel de civilización. El Estado
del bienestar que la socialdemocracia puso en marcha, especialmente desde los
años de posguerra, a la vez que se levantaban las estructuras de la ONU, está siendo
desmantelado en aras de un pretendido saneamiento económico. La resistencia
ante esta nueva oleada expropiadora de las masas no debe limitarse a un intento
de resucitar instituciones que han caído en la obsolescencia o han sido minadas
por recientes transformaciones económicas. Se trata más bien de crear nuevos
objetivos de lucha, de alcanzar nuevas fronteras con la inapelable
justificación de un imperativo ético que nadie puede discutir. La RBC se
justifica en el principio de que los beneficiarios del legado común de la
humanidad son todos sus componentes y es por tanto inmoral la acumulación de
bienes en manos de individuos o de colectivos minoritarios. La RBC es el único
medio para erradicar una lacra vergonzosa para los tiempos que vivimos: la
pobreza.
Para lograr avances positivos será necesario centrar la
lucha dentro de las fronteras de los estados, utilizando los aparatos de
defensa de los derechos que han generado en los últimos tiempos, pero sin
abandonar el horizonte global. En ese ámbito podría ser un instrumento muy
eficaz la aplicación, de una vez por todas, de la tasa Tobin (impuesto
internacional sobre las transferencias de capital), que pondría freno a la
locura especulativa internacional del capital financiero y generaría medios
poderosos para erradicar el subdesarrollo del Mundo. Se ha discutido ya en
foros internacionales (G20), en los que ha pasado de ser considerado una
fantasía antisistema a algo razonable y deseable. Sólo falta el impulso
definitivo, que, por supuesto, ha de llegar de las masas.
Tanto uno como otro objetivos (RBC y Tasa Tobín) han sido
analizados exhaustivamente en su viabilidad técnica y la conclusión es que lo
único que necesitan para su aplicación es la voluntad política. En un país democrático
la voluntad política nace abajo, en la sociedad, informándose, formándose,
organizándose y actuando. Se diluye en la nada arrojando pelotas fuera,
transfiriendo responsabilidades y sustituyendo el activismo por el victimismo.
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Información sobre la RBC: http://www.redrentabasica.org/
Información sobre Tasa Tobin: http://www.attac.es/
Artículo reciente sobre RBC: Fundamentos
del Ingreso Garantizado de Ciudadanía de A. J. Pérez
Un artículo mío (2009) sobre la RBC: La
Renta Básica de Ciudadanía
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