Mucha gente se siente cómoda con regímenes autoritarios o
dictatoriales. Los que hemos vivido en uno de ellos tantos años guardamos
memoria de la conformidad, identificación y hasta entusiasmo con que una, me
atrevería a decir, mayoría de compatriotas se manifestaba a diario. Cierto que
la ausencia de crítica, el adoctrinamiento y los aparatos represivos
contribuían poderosamente a mantener la situación; pero, era perceptible, en el
fondo de las conciencias, la comodidad con que se aceptaba la situación y,
consecuentemente, la incomodidad y la inquietud con que muchísimos enfrentaron
los primeros zarandeos democratizadores procedieran del propio régimen o de la
oposición, hasta entonces clandestina.
Había argumentos pintorescos, para justificar la situación,
como aquel que la achacaba a la ingobernabilidad de los españoles, expuesta
como una característica racial, un elemento fundamental de la idiosincrasia
nacional, que se presentaba no sin orgullo (Después he visto la misma actitud y
el mismo argumento en musulmanes, justificando el obligado recato de sus
mujeres por el ardor varonil de sus jóvenes en contraposición a la sangre de
horchata de los occidentales. Sorprende que no se les alcance, a unos y a otros,
lo ridículo del argumento). Una cierta concepción de la política («Haga lo que
yo, no se meta en política» dijo Franco a uno de sus ministros) como actividad
superflua, propia de tocapelotas.
La razón profunda (en el interior de las conciencias) para
que generemos tales justificaciones debe estar en la nostalgia de la infancia, cuando
la protección paterna no solo velaba nuestra seguridad sino que nos mantenía en
la inocencia/ignorancia de las tribulaciones del mundo. Todos los
autoritarismos son paternalistas: la iglesia nos invita a que llamemos y
consideremos padres o pastores a los que efectivamente nos pastorean; los políticos
autoritarios buscan actitudes sumisas presentándose como padres que buscan el
bien de sus hijos silenciando los problemas que los inquietarían y
conduciéndolos, faltaría más, por el camino correcto, haciendo lo que hay que
hacer ¡Qué expresión!
Democracia significa asumir responsabilidades, enfrentarse a
los problemas. La convivencia es conflictiva, así que la democracia, que
consiste en dar voz a todos los ciudadanos y presencia a los problemas, es un
régimen en el que los conflictos constituyen el medio ambiente político. Por eso
con ella no somos más felices sino en la medida en que personas más dignas, más
autónomas, responsables.
Buscando la eficiencia, la funcionalidad, hemos desembocado
en un tipo de democracia que llamamos representativa. Con ese sistema esperamos
que sea posible la participación sin desembocar en el caos, pero encierra dos
peligros: 1) que puesto que elegimos personas interpuestas para ejercer la
gobernanza, nos desentendamos de la responsabilidad, reduciendo la participación
al voto, o incluso menos, delegando en los conciudadanos; 2) que los políticos,
simples intermediarios coyunturales, se profesionalicen y nos empujen a adoptar
esa actitud pasiva, en su beneficio. En ambos casos el resultado es que el
ejercicio político se transforma en alienante. El desenlace es el desencanto:
perdemos la fe en el sistema sin que dejen de agobiar los problemas. Así a nadie
puede extrañar que se añoren los días en que alguien, investido de carisma, ejercía
el poder, descargándonos la responsabilidad y difuminando los conflictos. Interesa
menos cómo o a costa de qué.
Otra salida suele ser, cargando la responsabilidad en la
arquitectura del sistema, la búsqueda de formulas nuevas en el ejercicio
democrático: otra constitución, otros procedimientos electorales, otros modos
de representación o formas del Estado. La ruptura y volver a empezar.
Siempre será preferible lo segundo, pero a la larga llegaremos
al descubrimiento de nuevas disfunciones y a nuevos desencantos proporcionados
a la magnitud de la ilusión desplegada en el cambio. Todas las fórmulas tienen
aspectos positivos y negativos (ver
F.Urquizu). No existe la democracia perfecta. En buena medida el problema
está en nuestro interior: la dificultad de aceptar el desasosiego inherente a
todo sistema democrático, que se incrementa exponencialmente en los momentos de
crisis. La alternativa real no es otra que volver al paraíso de los tontos, a
la paz de los cementerios; a que, cansados y desilusionados, abandonemos el poder a un padrecito (así
llamaban los rusos a Stalin) y busquemos luego fantasmales justificaciones en
la idiosincrasia nacional o en la maldad intrínseca de los políticos. No
existen soluciones milagrosas sino un batallar continuo. Eso es la democracia:
convivir con los conflictos y luchar por la mejor (nuestra) solución a
sabiendas de que al final se impondrá una transacción.
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