El fin de la historia se ha proclamado o se ha anunciado muchas veces. La de Fukuyama a finales del siglo pasado, en la que proclamaba al neoliberalismo –la última utopía− como el agente clausurador, sólo ha sido la más reciente1. Todas, incluidas las utopías religiosas, anuncian el fin del movimiento para el momento de su triunfo, a partir de entonces el cambio se convierte en estúpido descarrío, o en simple imposibilidad. El establecimiento de la utopía reclama la quietud, el fin de la historia.
Dado que el cambio, el movimiento es la esencia misma de la vida y, por tanto, también de las sociedades humanas, la utopía es por definición irrealizable. Su propio nombre griego las sitúa fuera del lugar, fuera del tiempo, fuera de la historia, fuera de la realidad (οὐ, no; τόπος, lugar = 'lo que no está en ningún lugar')
La democracia, como utopía, es tan irrealizable como cualquier otra. Si buscamos su perfección nos fatigaremos inútilmente y hasta puede que caigamos en aberraciones semejantes a las que protagonizaron otros perseguidores de fantasmagóricos paraísos terrenales. También en nombre de la democracia se han cometido crímenes terribles: el caso de Robespierre y su Comité de Salud pública es ejemplar.
Que la perfección en la democracia sea inalcanzable, como en cualquier cosa, no significa que sea imposible su perfeccionamiento. Pero eso nos lleva a valorar y respetar lo existente, a no empezar a construir desde la nada ante una situación francamente mejorable, una perversión en el sistema o simplemente el anhelo de un salto adelante. Reforma a reforma se construyó el Estado del Bienestar, la combinación de libertad, igualdad y justicia distributiva nunca alcanzada en la historia anterior, y todo ello sin renegar de los regímenes de los que procedía, sino respetándolos como adelantos en su tiempo. Esta forma de progresar se opone a la implantación de la utopía ex novo: los socialdemócratas fueron acusados de traición porque su política de reformas garantizaba la persistencia del capitalismo, se decía; sin embargo, mientras la Europa socialdemócrata avanzaba como se ha dicho, la comunista no salía del totalitarismo y finalmente colapsó económica y políticamente.
La frustración por las deficiencias de la democracia real, el empuje de las utopías supuestamente salvadoras y la ansiedad por establecerlas de un golpe y en su totalidad llevó a los abismos fascistas o al estaliniano. Eso sin hablar del contemporáneo islamismo radical, que opone a la democracia (de origen occidental) un paraíso/infierno propio, asolando desde Pakistán a las costas del Mediterráneo con un repertorio ideológico y de horrores que podrían asumir sin problemas los almorávides de los siglos XI y XII. Ninguna aberración política es descartable cuando, por querer implantar cualquier novedoso engendro ideológico o instrumental, desaparecen los frenos y contrapesos para el ejercicio del poder que las democracias occidentales han ido construyendo a lo largo de generaciones.
Por otra parte, los sectores que se perpetúan en el poder durante mucho tiempo con regímenes estables en los que se da un cierto absentismo ciudadano −por la inclinación a la comodidad, que es pecado universal, y el cultivo desde arriba, que es astucia de políticos−, tienden también a la inmovilidad, lo que en nada contribuye al crédito de la democracia, pero sí a la propensión por la utopía en las masas populares, especialmente cuando la crisis despierta a todos en medio del sobresalto. El anquilosamiento físico y mental que produce la inacción enfrentado a la turbación por el despertar abrupto y convulso hace pensar en que las únicas soluciones pasan por hacer tabla rasa y comenzar de nuevo, pero sin que nadie sepa qué camino tomar.
Me viene a la memoria ahora aquella escena final de Esperando a Godot (S. Bekett), en la que los dos protagonistas vuelven a saber que aquel día tampoco llegará el misterioso personaje al que esperan:
Vladimir: ¡Qué! ¿Nos vamos?
Estragon: Sí, vámonos.
No se mueven.
¿Cambiamos de escenario?
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(1)Y. F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre. 1992
7 comentarios:
Seguro que las únicas soluciones no son las que pasan por hacer tabla rasa y comenzar de nuevo… pero eso no quiere decir que nos sean soluciones…
Saludos.
"Cuando uno se levanta para hablar en una asamblea tiene que ser para criticar a la comisión ejecutiva; para autoalabarse, se sobran y bastan ellos mismos"...
Saludos
Eurotopía.
Por supuesto que lo son, pero despilfarran energías y aciertos anteriores, o eso se me antoja.
Saludos cordiales.
Mark.
No sé quien dijo eso pero llevaba toda la razón de un santo.
Saludos
Estoy de acuerdo que ni a los más desposeídos les interesa el colapso del sistema sin haber creado nuevas organizaciones para el cambio sistémico, pero:
¿dime un solo acierto aprovechable?
Sin ánimo de polemizar, porque no me gusta utilizar para eso los comentarios, te recuerdo que los ingleses han construido un régimen democrático utilizando una monarquía con ribetes medievales y un parlamento cuyos miembros juran lealtad a la corona, no a la Constitución (¡que no existe!) ni al Estado, y una Cámara de los Lores que, hasta ayer mismo, era eso, una cámara de la nobleza. Nada de lo cual le ha impedido ser uno de los sistemas más estables y punteros en las libertades de todo el mundo. EE.UU. tienen una Constitución de más de 200 años, de ¡dos páginas manuscritas!, que establece una especie de monarquía electiva con separación radical de poderes como establecía el doctrinarismo revolucionario de la época, que hoy no se daría ningún país del mundo, pero han sido la avanzada de la democracia y sin ellos es difícil imaginar el mundo civilizado de hoy.
A mí me gustaría que en España tiráramos menos a la basura y aprendiéramos a reciclar. Las novedades están bien pero al poco ya son viejas. Hay que reciclar como los del ejemplo.
Rectifico: cuando hablaba de la constitución americana quise decir 4 páginas.
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