El Estado nación se desmorona. La globalización no es un
proyecto de fuerzas benéficas o maléficas, es un hecho, y «Europa es el único
continente donde esa pérdida de poder [del Estado nación] no solo está
ocurriendo, sino donde, hace más de sesenta años, se puso en marcha como una
decisión política consciente, desarrollada en pasos pequeños y controlados como
una comunidad de solidaridad internacional»*. La operación implicaba la
superación del nacionalismo, responsable, principal o subsidiario pero indiscutible,
de las últimas tragedias europeas, que superaron los límites del continente
para afectar al mundo entero.
El proyecto es tan complejo como ambicioso. Hemos nacido y
vivido en un Estado nación; hemos estudiado la historia desde la perspectiva
del Estado nación hasta el punto de que sólo la concebimos como historia de las
naciones; hemos conquistado la democracia como una hazaña nacional, la
ejercemos en su marco y nos cuesta imaginarla fuera de él. Pero es precisamente
ese marco el que está en ruinas o del que se pretende la superación. La
democracia precisa en primer lugar de un demos,
fácil de encontrar en los límites de la nación, quizás por la costumbre, pero
difícil de percibir en una mezcolanza de escoceses, chipriotas, prusianos,
nórdicos, húngaros, sicilianos… Las políticas dinásticas de las monarquías
forzaron la convivencia de regiones diversas, entre las cuales se crearon
vínculos, que, a la larga, permitieron sustituir los despotismos por
parlamentarismos o repúblicas constituidas en estados nación, casi sin daño
territorial, el mínimo que exigía un poco de racionalización. El salto que pide
la unión continental es inmenso y problemático.
Desconcierta un futuro cuya exacta configuración nos cuesta
imaginar.
Los revolucionarios franceses tuvieron claro que para
construir la nación sobre las ruinas de la corona había que sustituir la
organización territorial, que era expresión de las laberínticas herencias,
conquistas, adquisiciones dinásticas, por una organización racional, homogénea
y aséptica (departamentos con denominaciones geográficas), para que no
existiera más referencia para los ciudadanos que la nación francesa. Ahora el
proceso tendría que ser inverso. Para que los individuos no se sintieran
huérfanos y perdidos en un territorio inusualmente extenso y diverso al
diluirse el marco nacional, habría que haber revalorizado las regiones. Ha
habido intentos: ya los primeros constructores de la UE (Monet) percibieron la
necesidad de sustituir la Europa de las naciones por la Europa de las regiones.
Sin embargo el asunto no ha llegado ni mucho menos a sus últimas consecuencias cuando
nos ha asaltado este refluir del nacionalismo, estimulado por la crisis, que
amenaza la propia continuidad de la UE.
Corremos ahora el peligro de quedarnos a medias en todo: por
una parte no terminar de construir la UE que quedaría sólo como un gran
mercado; por otra, haber contribuido a debilitar los marcos nacionales en el
imaginario colectivo sólo lo suficiente como para que escoceses, catalanes,
vascos… encuentren una excusa para un nuevo intento de construcción de sus
propios estados nacionales, lo que no sería un triunfo del regionalismo
integrador que pensaban los próceres de la unión, sino del nacionalismo
disgregador y competitivo que se pretendía superar.
El sueño puede convertirse en pesadilla porque nos dormimos
sin resolver las inquietudes que lo dificultaban.
_____________________________
1 comentario:
Un artículo brillante !
Saludos
Publicar un comentario