8 may 2016

¿Democracia directa?

La democracia directa ha sido siempre, al menos desde tiempos de Rousseau, una utopía política que se inspiraba en la democracia ateniense, aunque se obviara que el derecho de ciudadanía se lo reservaba allí un escaso 20% de la población. La mayor objeción que se le ha opuesto al sistema es que en los estados modernos se presenta una imposibilidad técnica por el volumen de la población y la extensión de los territorios. De hecho, argumento tan contundente devaluaba cualquier otro en contra. Sin embargo, la historia del sufragio y, por tanto de la democracia, está llena de barreras y de cautelas encaminadas a filtrar, a frenar la voluntad espontánea de los ciudadanos, de las que el sistema representativo es sólo una parte.


Inopinadamente, la revolución tecnológica de las últimas décadas ha puesto a nuestra disposición instrumentos, que la generación anterior no podía soñar y que hacen posible técnicamente el sueño de la democracia directa. La informática tiene la potencia necesaria para ello, y para otros desarrollos que ni siquiera atisbamos ahora. El debate está servido.

Un poco de historia. Desde los inicios de la democracia se trató de controlar el impacto del voto popular con recursos como la interposición de compromisarios (Constitución americana, 1887, o la española de 1812); la restricción del sufragio, reservándolo sólo a los propietarios (1890 sufragio universal masculino en España); la exclusión de las mujeres y los jóvenes (el voto femenino se aprobó en la II República en 1931, pero la mayoría para votar estaba aún en los 23 años y venía de los 25); la bicameralidad, en la que el Senado, por el sistema de elección o designación de sus miembros, era una cámara más conservadora, que sería un freno ante supuestos excesos de la cámara baja; por último, ciertos modos y hábitos como el turnismo y caciquismo (Restauración)… Todo ello superpuesto al sistema representativo que nadie discutía, pero que por sí solo ya implicaba un filtro considerable entre la voluntad de los ciudadanos y las decisiones de los gobiernos.

Ni que decir tiene que hay un anclaje teórico para toda esta actividad de filtro y freno que podemos remontar a Montesquieu, que abominaba del despotismo monárquico y para neutralizarlo propuso controles democráticos y, sobre todo, la división de poderes, pero que desconfiaba del pueblo y prefería reservar el ejercicio efectivo del poder a las clases ilustradas. Su influencia fue decisiva en la construcción de la primera gran democracia del mundo, EE.UU.

La cuestión hoy no es la dificultad de implementar procedimientos concretos para la introducción de la informática (existen ya algunos modelos bien elaborados, p. e. democracia líquida) o las reservas por una posible inseguridad en el medio (el fraude electoral y la corrupción política son moneda corriente en los sistemas tradicionales y en algunos países son o han sido endémicos, así que tampoco habría que ponerse demasiado estupendos con los nuevos procedimientos). Más bien habría que preguntarse si es que siguen siendo válidas de algún modo las reservas que hacía Montesquieu sobre la capacidad de las masas para la conducción directa del Estado.

Desde luego los más conservadores lo tendrán claro, pero poniéndonos en la orilla progresista podríamos hacernos algunas inquietantes preguntas: ¿Se habría aprobado el matrimonio homosexual en España mediante una consulta popular?; ¿Sabemos todos que Suiza, el país más próximo a una democracia directa, fue el último de los europeos en aceptar el voto femenino (¡1971!, después de más de veinte años de referenda negativos)?; ¿No son las consultas populares que hacen los Estados de la Unión en USA las que mantienen en muchos de ellos la pena de muerte y el uso generalizado de las armas? Se podrían hacer mil preguntas como estas tres, que sólo son una muestra.

Un buen tema de reflexión.
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La ilustración es de un caricaturista suizo que critica la decisión en referéndum de prohibir los minaretes en las mezquitas.

1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Toda una reflexión...