24 jun 2016

Los caminos y las metas


Anguita resucitado ha dicho en un mitin de Unidos Podemos en Córdoba, la ciudad que parió a Trajano y a él mismo, que aprendió en el Partido Comunista lo importante que es a dónde se va y lo secundario de todo lo demás. Y es que las cosas hay que aprenderlas en alguna parte, por ejemplo, él mismo aprendió el comunismo en aquellos prácticos manuales de la célebre marxista chilena Marta Harnecker, a falta de mejor praxis, de ahí la rigidez que le invade y que ha acabado por convertirlo en efigie de sí mismo. Por su parte, el ministro Fernández Díaz, no lo ha dicho, pero ha demostrado en el chusco suceso de la escucha en su despacho que los procedimientos le importan un rábano, que él va a lo que va, o sea, a salvar a la patria, y que caiga quien caiga y caiga como caiga. Esto debió aprenderlo en la espiritual enseñanza recibida desde la infancia que le dictó: lo que importa son las esencias, el alma; al cuerpo, mucho más si es el de otros,  y a los métodos les pueden ir dando. Mira por donde viniendo por caminos tan distintos han desembocado en el mismo lugar, o sea, que lo único que importa son sus ensoñaciones paradisiacas, terrestres o celestiales, lo demás al cuerno.


Otros hemos aprendido trabajosamente, todo hay que decirlo, sacudiéndonos hipnotizadores, cuentistas, ilusionistas y otros charlatanes de feria que lo que importa es el camino. Es más, que sólo hay camino y que lo que en él interesa es cómo lo transitemos. O sea, las formas. Llevar, llevar, el camino no nos lleva a parte alguna; así que en lugar de preguntarnos a dónde vamos lo que debería preocuparnos es cómo vamos, eso es lo prioritario no lo que decía Anguita resucitado, aunque su condición de redivivo dé a lo que diga aureola de verdad revelada.

Lo de Fernández es distinto, aunque lleve al mismo sitio. Antes de toparse con Camino (esta vez me refiero al libro) ya tenía una sólida formación cristiana. Sin duda conoce a fondo los dichos y hechos de la Sta. Madre Iglesia; por ejemplo, aquel episodio en que las tropas de Luis VIII de Francia, que también representaba los intereses del papa (Inocencio III) frente a los cátaros, tomaron Beziers, plaza fuerte de los herejes. Como resultara difícil entre los ciudadanos que habían sobrevivido separar a los fieles de los heréticos sin que escaparan algunos de estos se consultó al representante papal, abad Aimery, que sentenció: «Matadlos a todos; el Señor ya distinguirá a los suyos». Con ejemplos tan eficientes y sabios como éste ¿qué no puede hacer un ministro ‒bendecido‒ en su despacho, diga lo que diga el catecismo o textos menos sacros, como estatutos, constituciones y cosas así? El Señor discriminará.

Pero la democracia no entiende de esencialismos, se queda en las formas, sin las cuales no es nada. El ministro no lo entiende porque 'nada' para él son los derechos del prójimo que se atreve a poner en cuestión su arquitectura ideológica, el castillo de su fe patriótica y cristiana. Como el famoso abad, mandaría a todos a presencia del juez supremo mientras él aquí seguiría condecorando vírgenes, tan pancho.