Dice el DRAE que linchar es ejecutar sin proceso y tumultuariamente a un sospechoso o a un reo.
El origen del término es menos claro porque hay dudas sobre si procede del nombre de un
despótico señor irlandés del XVII o de un plantador virginiano, luchador por la
independencia en los finales del XVIII, Charles Lynch, que aplicó la justicia
de modo expeditivo a personas que no habían pasado por otro tribunal que el de
su estrecha conciencia. El cine americano nos ha familiarizado con la
costumbre, que en el far west o en lo
que hoy se suele denominar la América profunda fue práctica común sobre cuatreros,
negros, etc.
Metafóricamente se puede aplicar a situaciones y prácticas
comunes en nuestro tiempo. Lo que ha ocurrido con Rita Barberá es uno de estos
casos; no el único, desde luego, pero sí el más espectacular por su desenlace
fatal. ¿Quién puede descartar que haya tenido influencia decisiva en el infarto
que ha acabado con su vida el brutal acoso de los medios, el escrache
permanente, el abandono de sus camaradas, el desplome del cielo político al
infierno mediático y escarnio público, antes de que ningún juez se pronunciara
sobre sus responsabilidades? Otros políticos (pienso en Chaves y Griñán), en
espera del pronunciamiento de la justicia, sufren ya una pena que sólo sirve
para saciar un morboso afán de venganza de un populacho enfebrecido en su secta,
una oportunidad de oro para opciones adversarias (dentro o fuera de sus
partidos respectivos) y tarea para los medios tan necesitados en estos tiempos
por la sobreabundancia de periodistas, la revolución tecnológica y la crisis. Todo
con absoluto desprecio de la persona.
Hoy, después del impacto que produjo la noticia y cuando ya
la muerte empieza a embellecer la imagen de la finada, no se oyen más que
acusaciones cruzadas en un intento de sacudirse culpas, lanzándose el muerto
unos a otros. También por rentabilizar la ola de compasión que ha producido la
tragedia, todo hay que decirlo. Los que fueron más críticos destacan con mayor
o menor tacto que fue protagonista política en medio de una vorágine de
corruptelas, de las que, por cierto, nadie puede en puridad responsabilizarla penalmente
sino el tribunal que instruye su caso y que hasta la fecha aún no se había
pronunciado sobre el único delito que se le imputaba: blanqueo de mil euros.
Como ciudadano corriente detesto y temo a los corruptos,
pero casi más a los puros de pulquérrima conciencia que se erigen en aseadores
de la sociedad, que no vacilan en tirar la primera piedra seguros de su pulida
ejecutoria. Robespierre fue uno de ellos, no demasiado malo sino demasiado justiciero, firme en sus convicciones e inamovible en su ética de revolucionario se
llevó por delante a un buen número de conciudadanos que al parecer no daban la
talla; desde luego no quisiera a nadie así por compañero, ni siquiera por
vecino. Como alguna vez habré pagado o cobrado en negro, como algún eurillo habré blanqueado o ayudado a
blanquear, como es posible que me haya valido de algún enchufe o lo haya
proporcionado… como no soy de palo, renuncio a la primera fila de los
lapidadores. No justifico la corrupción, pero aborrezco la lapidación. Si
acaso, si me viera obligado, algún pedrusco iría para Lynch o Robespierre, tan
distintos en ideología pero igualitos en cerrilidad y crueldad.
1 comentario:
Muy bien tratado...
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