1 dic 2016

Las últimas utopías

El siglo XX comenzó con la gran oportunidad de la utopía comunista (1917), definitivamente derrumbada a principios de los noventa, y ha terminado con la muerte de Fidel Castro, símbolo de la utopía caribeña que vivió con respiración asistida desde la crisis de los misiles y en franca agonía desde los 90 —la revolución viajaba del septentrión al trópico pero prendiendo con credibilidad sólo en la periferia del sistema—. Únicamente la supervivencia del Comandante permitía, por el valor de los símbolos, considerarla viva aún. Los comunismos asiáticos son zombis que mueven a temor y a risa, como es propio de estas fantásticas criaturas, pero nadie en su sano juicio los vería como portadores de una promesa liberadora e igualitaria.



En realidad las utopías tienen una vida que se agota en un destello revolucionario y después o desaparecen o agonizan durante largos años, convertidas en caricaturas de sí mismas: la revolución francesa terminó en la caricatura napoleónica; la soviética en el lecho de Lenin, que legó a Stalin el papel de caricato casi sin estrenar; la cubana quizás con la intentona de playa Girón, que indujo el giro hacía la URSS y sentenció cualquier posibilidad de que el ensueño tomara carne; la de Allende en Chile, que prometía los frutos de la revolución sin violencia tuvo un trágico y violentísimo final, antes siquiera de que empezara a caminar. El asalto al Palacio de la Moneda que perpetrara Pinochet, perfecto enterrador y verdugo de personas y sueños, acabó con ella; después sus pagadores se encargarían de elevarlo a héroe del ultraliberalismo.

No sé si Marx desde el otro mundo continúa analizando los errores de los revolucionarios al interpretar la realidad en cada uno de estos casos como hiciera con la Comuna de París (1871). A falta de sus argumentos magistrales a mí se me ocurre, primero una obviedad: que toda utopía propone una alternativa al sistema imperante, del que reniega; después, que para implantarla necesita desmontar sus estructuras atentando contra multitud de intereses, que, lógicamente no van a permanecer pasivos, de ahí que Marx sugiriera la necesidad de una ‘dictadura del proletariado’ previa a la implantación del comunismo. Ahora bien, si las medidas autoritarias para neutralizar la oposición son relativamente fáciles de imponer, luego, inmersos en el laberinto dictatorial, no hay modo de encontrar el momento de levantarlas. Por su propia naturaleza las dictaduras tienden a perpetuarse y así el sueño comienza a transformarse en pesadilla. El intento de lograrlo sin abandonar la democracia ha demostrado ser un espejismo como evidenció el fracaso chileno y, sin su dramatismo, con suavidad democrática, la deriva de los Estados del bienestar que apuntaron en la Europa nórdica a mediados del XX de la mano de la socialdemocracia. Concluyamos que sólo un reformismo bien medido, aceptando retrocesos puntuales, parece tener futuro.

Las americanas son las últimas utopías y con Castro se apagaron los destellos que iluminaban a los recalcitrantes.