El siglo XX comenzó con la gran oportunidad de la utopía
comunista (1917), definitivamente derrumbada a principios de los noventa, y ha
terminado con la muerte de Fidel Castro,
símbolo de la utopía caribeña que vivió con respiración asistida desde la
crisis de los misiles y en franca agonía desde los 90 —la revolución viajaba
del septentrión al trópico pero prendiendo con credibilidad sólo en la
periferia del sistema—. Únicamente la supervivencia del Comandante permitía,
por el valor de los símbolos, considerarla viva aún. Los comunismos asiáticos
son zombis que mueven a temor y a risa, como es propio de estas fantásticas criaturas,
pero nadie en su sano juicio los vería como portadores de una promesa
liberadora e igualitaria.
En realidad las utopías tienen una vida que se agota en un
destello revolucionario y después o desaparecen o agonizan durante largos años,
convertidas en caricaturas de sí mismas: la revolución francesa terminó en la
caricatura napoleónica; la soviética en el lecho de Lenin, que legó a Stalin el
papel de caricato casi sin estrenar; la cubana quizás con la intentona de playa
Girón, que indujo el giro hacía la URSS y sentenció cualquier posibilidad de
que el ensueño tomara carne; la de Allende en Chile, que prometía los frutos de
la revolución sin violencia tuvo un trágico y violentísimo final, antes
siquiera de que empezara a caminar. El asalto al Palacio de la Moneda que
perpetrara Pinochet, perfecto enterrador y verdugo de personas y sueños, acabó
con ella; después sus pagadores se encargarían de elevarlo a héroe del
ultraliberalismo.
No sé si Marx desde el otro mundo continúa analizando los
errores de los revolucionarios al interpretar la realidad en cada uno de estos
casos como hiciera con la Comuna de París (1871). A falta de sus argumentos
magistrales a mí se me ocurre, primero una obviedad: que toda utopía propone
una alternativa al sistema imperante, del que reniega; después, que para
implantarla necesita desmontar sus estructuras atentando contra multitud de
intereses, que, lógicamente no van a permanecer pasivos, de ahí que Marx
sugiriera la necesidad de una ‘dictadura del proletariado’ previa a la
implantación del comunismo. Ahora bien, si las medidas autoritarias para
neutralizar la oposición son relativamente fáciles de imponer, luego, inmersos
en el laberinto dictatorial, no hay modo de encontrar el momento de
levantarlas. Por su propia naturaleza las dictaduras tienden a perpetuarse y así
el sueño comienza a transformarse en pesadilla. El intento de lograrlo sin
abandonar la democracia ha demostrado ser un espejismo como evidenció el fracaso
chileno y, sin su dramatismo, con suavidad democrática, la deriva de los
Estados del bienestar que apuntaron en la Europa nórdica a mediados del XX de
la mano de la socialdemocracia. Concluyamos que sólo un reformismo bien medido,
aceptando retrocesos puntuales, parece tener futuro.
Las americanas son las últimas utopías y con Castro se
apagaron los destellos que iluminaban a los recalcitrantes.
1 comentario:
Gran verdad...
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