
Se está viviendo en las aulas valencianas un auténtico sainete a propósito de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, coronado con manifestaciones y con los catastróficos resultados de la evaluación inicial, que se empiezan a conocer. El espectáculo que nos está ofreciendo la consejería y, por consiguinte, la Generalitat, no tiene precio.
Desde hace tiempo, en algunas Comunidades –la enseñanza está por completo transferida, de ahí las diferencias– existen programas para desarrollar la enseñanza bilingüe, en un intento loable por romper la ancestral incapacidad de nuestros escolares para las lenguas. En virtud de esos programas se imparten algunas asignaturas en inglés, pero para ello es condición imprescindible que en el centro haya recursos y el consenso necesario, que los profesores implicados conozcan el idioma y que los alumnos –sus padres o tutores, naturalmente– acepten ser incluidos en esos grupos. El procedimiento de colocar un traductor al lado del profesor es ridículo, amén de una aberración pedagógica. ¿Cómo se ha llegado a esta estúpida sinrazón?
El rechazo a la asignatura por sectores del más rancio conservadurismo –la Iglesia fundamentalmente– tiene una motivación estrictamente ideológica: la ruptura del tabú de la homosexualidad. Y digan lo que digan no existe ninguna otra. Todos los contenidos de la nueva materia se impartían ya, distribuidos en otras asignaturas o como temas transversales, sin que nadie haya manifestado nunca la más mínima oposición. Ha sido el tema de la igualdad –en el que no se ha visto más que un eufemismo para ocultar la política contra la homofobia, entendida como de protección y normalización de la homosexualidad– lo que ha desatado la tormenta. En cierta ocasión, cuando aún trabajaba en un instituto, un alumno musulmán sostuvo en un debate en el aula que en los países árabes no existía la homosexualidad; estaba convencido de que era una corruptela propia del mundo occidental; en su ámbito cultural el tabú era tan fuerte que había producido una total invisibilidad de ese sector de la población. Lo que en nuestro país quedaba de esa invisibilidad es lo que la reforma que permite el acceso al matrimonio por los homosexuales y la Educación para la Ciudadanía han roto de modo estruendoso.
Bien por afinidad ideológica, bien por interés partidario, ya que esperan sacar tajada electoral con un comportamiento que halague al conservadurismo recalcitrante, algunos gestores políticos han hecho que la polémica desemboque en un esperpento.


La crisis financiera tiene como componente más importante la pérdida de confianza en el sistema por parte de los propios protagonistas. Otros aspectos del sistema económico se basan también en la confianza que los usuarios depositamos en ellos; estoy pensando en el dinero. Han pasado los tiempos de la moneda mercancía en que su valor intrínseco equivalía a su valor simbólico; la nuestra es una moneda fiduciaria, es decir, su valor real no coincide con el que reza impreso en ella, la usamos porque confiamos en que el sistema funciona. De hecho el papel moneda en circulación ni siquiera está respaldado por depósitos en metales preciosos u otros valores en los bancos centrales de los países que la emiten: las monedas dejaron de ser convertibles en oro a lo largo del último siglo –aunque ya no era real, los billetes españoles mantuvieron la leyenda “El Banco de España pagará al portador” hasta 1976–, la última fue el dólar (1971).


