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Se está viviendo en las aulas valencianas un auténtico sainete a propósito de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, coronado con manifestaciones y con los catastróficos resultados de la evaluación inicial, que se empiezan a conocer. El espectáculo que nos está ofreciendo la consejería y, por consiguinte, la Generalitat, no tiene precio.
Desde hace tiempo, en algunas Comunidades –la enseñanza está por completo transferida, de ahí las diferencias– existen programas para desarrollar la enseñanza bilingüe, en un intento loable por romper la ancestral incapacidad de nuestros escolares para las lenguas. En virtud de esos programas se imparten algunas asignaturas en inglés, pero para ello es condición imprescindible que en el centro haya recursos y el consenso necesario, que los profesores implicados conozcan el idioma y que los alumnos –sus padres o tutores, naturalmente– acepten ser incluidos en esos grupos. El procedimiento de colocar un traductor al lado del profesor es ridículo, amén de una aberración pedagógica. ¿Cómo se ha llegado a esta estúpida sinrazón?
El rechazo a la asignatura por sectores del más rancio conservadurismo –la Iglesia fundamentalmente– tiene una motivación estrictamente ideológica: la ruptura del tabú de la homosexualidad. Y digan lo que digan no existe ninguna otra. Todos los contenidos de la nueva materia se impartían ya, distribuidos en otras asignaturas o como temas transversales, sin que nadie haya manifestado nunca la más mínima oposición. Ha sido el tema de la igualdad –en el que no se ha visto más que un eufemismo para ocultar la política contra la homofobia, entendida como de protección y normalización de la homosexualidad– lo que ha desatado la tormenta. En cierta ocasión, cuando aún trabajaba en un instituto, un alumno musulmán sostuvo en un debate en el aula que en los países árabes no existía la homosexualidad; estaba convencido de que era una corruptela propia del mundo occidental; en su ámbito cultural el tabú era tan fuerte que había producido una total invisibilidad de ese sector de la población. Lo que en nuestro país quedaba de esa invisibilidad es lo que la reforma que permite el acceso al matrimonio por los homosexuales y la Educación para la Ciudadanía han roto de modo estruendoso.
Bien por afinidad ideológica, bien por interés partidario, ya que esperan sacar tajada electoral con un comportamiento que halague al conservadurismo recalcitrante, algunos gestores políticos han hecho que la polémica desemboque en un esperpento.
31 oct 2008
28 oct 2008
Fondos soberanos
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Hay en la economía rincones de los que el análisis corriente apenas si se ocupa, hasta que una situación no usual los rescata de la oscuridad, sorprendiéndonos entonces, si es que eso es posible aún, la complejidad y las mil aristas que puede presentar la ciencia del dinero. Algo de esto ocurre con los llamados fondos soberanos, conocidos desde hace tiempo, contemplados con expectación, solivianto o esperanza, según las circunstancias, pero siempre rodeados de misterio y secretismo.
Se trata de reservas de capital acumuladas en algunos Estados –bien por la venta masiva de petróleo u otras materias primas, bien por un superávit sostenido en el comercio exterior–, que, para rentabilizarlas, se han venido invirtiendo en activos financieros en los mercados internacionales, con frecuencia en bonos o letras del tesoro, preferiblemente de EE.UU. Los propietarios de estos fondos son países árabes, como los Emiratos, Kuwait o Arabia; asiáticos como Singapur, Corea o China; pero también europeos como Rusia o Noruega – por qué algunos de estos países, con graves deficiencias sociales, no utilizan esos excedentes para paliarlas es un misterio que se me escapa–. Según una estimación de la Morgan Stanley el conjunto del patrimonio de los fondos supera los tres billones (españoles) de dólares; el FMI opina por su parte que en 2012 superarán los 10 billones. El listado de activos que poseen es casi siempre secreto, como sus planes de inversión u objetivos, cualesquiera que sean; de hecho sólo Noruega, por su condición democrática, gestiona con transparecia su fondo.
La crisis financiera ha provocado que, desde finales del 2007, aprovechando las dificultades de varios gigantes de las finanzas y su depreciación en la bolsa, algunos fondos hayan pasado de la deuda a la adquisición de sustanciales cantidades de activos de varias super empresas –City Group, Merry Lynch, UBS–. Nadie sabe hoy cual es el alcance real de la penetración de tales capitales en la economía americana, pero es seguro que poseen un elevado porcentaje de la deuda, además de otros muchos activos. Lo más inquietante es que, puesto que son fondos estatales, no tienen por qué tener como principal objetivo el económico –de hecho no suelen tenerlo– pero la cuestión es que las necesidades de financiación de los países desarrollados y especialmente de EE.UU., más en la crisis actual, no invita a ponerles trabas. Resulta sorprendente, que una buena parte de la deuda americana, amén de una porción significativa de su entramado financiero esté en la cartera de fondos soberanos –es decir, estatales– chinos, rusos o árabes; las consecuencias de tan insólita situación están por verse.
En Europa es creciente el recelo que despiertan, pero las necesidades de financiación son apremiantes; esto es lo que ha llevado a Sarkozy a proponer la creación de un fondo europeo destinado a invertir cuando fuere necesario en empresas de la eurozona para librarlas de la penetración de fondos soberanos indeseables; también está por ver hasta que punto será capaz la UE de desarrollar una política económica común, que supere la simple gestión monetaria.
crisis+económica fondos+soberanos
Hay en la economía rincones de los que el análisis corriente apenas si se ocupa, hasta que una situación no usual los rescata de la oscuridad, sorprendiéndonos entonces, si es que eso es posible aún, la complejidad y las mil aristas que puede presentar la ciencia del dinero. Algo de esto ocurre con los llamados fondos soberanos, conocidos desde hace tiempo, contemplados con expectación, solivianto o esperanza, según las circunstancias, pero siempre rodeados de misterio y secretismo.
Se trata de reservas de capital acumuladas en algunos Estados –bien por la venta masiva de petróleo u otras materias primas, bien por un superávit sostenido en el comercio exterior–, que, para rentabilizarlas, se han venido invirtiendo en activos financieros en los mercados internacionales, con frecuencia en bonos o letras del tesoro, preferiblemente de EE.UU. Los propietarios de estos fondos son países árabes, como los Emiratos, Kuwait o Arabia; asiáticos como Singapur, Corea o China; pero también europeos como Rusia o Noruega – por qué algunos de estos países, con graves deficiencias sociales, no utilizan esos excedentes para paliarlas es un misterio que se me escapa–. Según una estimación de la Morgan Stanley el conjunto del patrimonio de los fondos supera los tres billones (españoles) de dólares; el FMI opina por su parte que en 2012 superarán los 10 billones. El listado de activos que poseen es casi siempre secreto, como sus planes de inversión u objetivos, cualesquiera que sean; de hecho sólo Noruega, por su condición democrática, gestiona con transparecia su fondo.
La crisis financiera ha provocado que, desde finales del 2007, aprovechando las dificultades de varios gigantes de las finanzas y su depreciación en la bolsa, algunos fondos hayan pasado de la deuda a la adquisición de sustanciales cantidades de activos de varias super empresas –City Group, Merry Lynch, UBS–. Nadie sabe hoy cual es el alcance real de la penetración de tales capitales en la economía americana, pero es seguro que poseen un elevado porcentaje de la deuda, además de otros muchos activos. Lo más inquietante es que, puesto que son fondos estatales, no tienen por qué tener como principal objetivo el económico –de hecho no suelen tenerlo– pero la cuestión es que las necesidades de financiación de los países desarrollados y especialmente de EE.UU., más en la crisis actual, no invita a ponerles trabas. Resulta sorprendente, que una buena parte de la deuda americana, amén de una porción significativa de su entramado financiero esté en la cartera de fondos soberanos –es decir, estatales– chinos, rusos o árabes; las consecuencias de tan insólita situación están por verse.
En Europa es creciente el recelo que despiertan, pero las necesidades de financiación son apremiantes; esto es lo que ha llevado a Sarkozy a proponer la creación de un fondo europeo destinado a invertir cuando fuere necesario en empresas de la eurozona para librarlas de la penetración de fondos soberanos indeseables; también está por ver hasta que punto será capaz la UE de desarrollar una política económica común, que supere la simple gestión monetaria.
crisis+económica fondos+soberanos
22 oct 2008
La imprenta
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Una novela de Keith Robert, Pavana, del genero llamado historia alternativa o contrafactual, presenta una interesante ucronía: se desarrolla en Inglaterra en el siglo XX, partiendo del supuesto de que en el XVI la Armada Invencible hubiera triunfado y Felipe II hubiera invadido el país, impidiendo el desarrollo de la Reforma. Deduce el autor que la revolución industrial no habría tenido lugar y el mundo del S.XX sería otro muy distinto del que hemos conocido.
Supongamos nosotros que la imprenta no se hubiera inventado en el momento en que lo fue y que las 95 tesis que Lutero clavó en las puertas de la iglesia de Wittemberg no hubieran sido leídas más que por los que se acercaran a hacerlo. En tales condiciones ¿Habría triunfado la Reforma? ¿Habría alcanzado la difusión y la importancia que obtuvo? Y si las respuestas son negativas ¿no habría que concluir, con el autor de la novela, que la situación hoy sería radicalmente distinta porque la secuencia de los acontecimientos habría cambiado sustancialmente?
A mediados del siglo XV se instaló en Alemania la primera imprenta, inspirada en un invento chino muy anterior. En muchos aspectos fue la primera industria moderna: rompía los esquemas de la producción artesanal, imperante entonces, ya que el libro fue el primer producto industrial fabricado en serie; sus empresarios lo fueron también en un sentido moderno, libres de las trabas gremiales. La reducción del precio que trajo consigo este hecho permitió que los libros, la lectura y el estudio dejaran de ser el privilegio de algunos afortunados y de los clérigos –las únicas bibliotecas eran las de los monasterios y otras instituciones, casi siempre eclesiásticas. Ni que decir tiene que la conservación y difusión del saber y del arte literario alcanzó cotas impensables por la facilidad y la precisión con que se podía lograr. Fue el complemento ideal a la introducción del papel, que había expandido a la civilización islámica unos siglos atrás; ahora la imprenta hizo lo mismo con las ideas del Humanismo, la Reforma y el Renacimiento, es decir la civilización occidental moderna.
Lo más interesante es que al contrario de lo que en principio se pensó, que sería un poderoso instrumento en manos de la Iglesia, de la monarquía –los grandes poderes de la época– y para la consolidación del latín como lengua universal, fue un arma disolvente frente al estatus imperante, que realizó un impagable servicio al individuo, reforzando su autonomía, permitiéndole emprender una marcha imparable hacía la libertad, y, en cierto modo, evadirse del atosigante poder de las dos instituciones; por otra parte, en lugar de afianzar al latín como lengua universal, sirvió para lanzar al campo de la cultura a las lenguas locales, con lo que se puso la primera piedra en el nacimiento del sentimiento nacional y de las nacionalidades, otra innovadora característica de la modernidad.
El mensaje es claro: los avances tecnológicos no sirven para conservar o afianzar lo existente sino para revolucionar y hacer florecer nuevas tendencias. Y es que constituyen el verdadero motor de la historia; ni las ideas, ni los grandes hombres, ni las grandes hazañas podrían siquiera manifestarse sin las vías que ellos abren.
Una novela de Keith Robert, Pavana, del genero llamado historia alternativa o contrafactual, presenta una interesante ucronía: se desarrolla en Inglaterra en el siglo XX, partiendo del supuesto de que en el XVI la Armada Invencible hubiera triunfado y Felipe II hubiera invadido el país, impidiendo el desarrollo de la Reforma. Deduce el autor que la revolución industrial no habría tenido lugar y el mundo del S.XX sería otro muy distinto del que hemos conocido.
Supongamos nosotros que la imprenta no se hubiera inventado en el momento en que lo fue y que las 95 tesis que Lutero clavó en las puertas de la iglesia de Wittemberg no hubieran sido leídas más que por los que se acercaran a hacerlo. En tales condiciones ¿Habría triunfado la Reforma? ¿Habría alcanzado la difusión y la importancia que obtuvo? Y si las respuestas son negativas ¿no habría que concluir, con el autor de la novela, que la situación hoy sería radicalmente distinta porque la secuencia de los acontecimientos habría cambiado sustancialmente?
A mediados del siglo XV se instaló en Alemania la primera imprenta, inspirada en un invento chino muy anterior. En muchos aspectos fue la primera industria moderna: rompía los esquemas de la producción artesanal, imperante entonces, ya que el libro fue el primer producto industrial fabricado en serie; sus empresarios lo fueron también en un sentido moderno, libres de las trabas gremiales. La reducción del precio que trajo consigo este hecho permitió que los libros, la lectura y el estudio dejaran de ser el privilegio de algunos afortunados y de los clérigos –las únicas bibliotecas eran las de los monasterios y otras instituciones, casi siempre eclesiásticas. Ni que decir tiene que la conservación y difusión del saber y del arte literario alcanzó cotas impensables por la facilidad y la precisión con que se podía lograr. Fue el complemento ideal a la introducción del papel, que había expandido a la civilización islámica unos siglos atrás; ahora la imprenta hizo lo mismo con las ideas del Humanismo, la Reforma y el Renacimiento, es decir la civilización occidental moderna.
Lo más interesante es que al contrario de lo que en principio se pensó, que sería un poderoso instrumento en manos de la Iglesia, de la monarquía –los grandes poderes de la época– y para la consolidación del latín como lengua universal, fue un arma disolvente frente al estatus imperante, que realizó un impagable servicio al individuo, reforzando su autonomía, permitiéndole emprender una marcha imparable hacía la libertad, y, en cierto modo, evadirse del atosigante poder de las dos instituciones; por otra parte, en lugar de afianzar al latín como lengua universal, sirvió para lanzar al campo de la cultura a las lenguas locales, con lo que se puso la primera piedra en el nacimiento del sentimiento nacional y de las nacionalidades, otra innovadora característica de la modernidad.
El mensaje es claro: los avances tecnológicos no sirven para conservar o afianzar lo existente sino para revolucionar y hacer florecer nuevas tendencias. Y es que constituyen el verdadero motor de la historia; ni las ideas, ni los grandes hombres, ni las grandes hazañas podrían siquiera manifestarse sin las vías que ellos abren.
21 oct 2008
El genocidio franquista
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Estamos habituados en este país a que la justicia nos sorprenda y me temo que en los días próximos no nos defraudará. El tema es peliagudo y hay opiniones para todos los gustos, lo que garantiza la frustración de muchos. Pero es que el juez que se ha hecho cargo del asunto no es menos polémico, y anda que escasean los jueces polémicos entre nosotros. Con seguridad nos veremos envueltos en un galimatías de tecnicismos jurídico procesales como ya se anuncian con el recurso de la fiscalía publicado hoy.
La política es el arte de la transacción, por lo que a pocos extraña que una cuestión tan problemática se haya venido orillando sin meterse en ella de lleno; probablemente desde la política era lo mejor que podía hacerse, dadas las circunstancias. De la justicia en cambio esperamos soluciones definitivas, que se cierre la cuestión con decisiones que no den lugar a más discusión. No sé si se ha hecho bien con situarlo en ese ámbito, pero una vez en él no debería marearse más la perdiz; ya sería difícil aceptar de nuevo un mejor no meneallo.
Lo indiscutible es que un importante sector del ejército se sublevó contra el régimen legítimo y democrático, para lo que contó con el apoyo de buena parte de la derecha sociológica y de la Iglesia, que el pronunciamiento degeneró en guerra civil y que los vencedores, los sublevados, no buscaron la reconciliación sino que optaron por el exterminio mediante la liquidación física, el
confinamiento y el extrañamiento de los oponentes. La operación, que se prolongó hasta la muerte del dictador (1975), se saldó con no menos de 150.000 desaparecidos. Nadie en su sano juicio puede calificar esto de otra cosa que de genocidio.
La violencia republicana tuvo carácter individual o fue protagonizada por organizaciones libertarias o estalinistas, nunca fueron un plan del gobierno y por supuesto no tuvo el volumen de la represión franquista. En este caso sí parece lógico aplicar la calificación de delitos comunes. La responsabilidad de la República se limitaría a no haber sabido controlar tales acciones. En cualquier caso las posibles responsabilidades han sido pagadas con creces por justos y pecadores.
Sobre el fondo de la cuestión no hay lugar para la polémica, salvo ignorancia o mala intención. Las disquisiciones de carácter jurídico o de técnica procedimental, podrán ser muy importantes, pero no deberían ser utilizadas para defraudar las esperanzas de quienes durante décadas han visto como la injusticia se solidificaba hasta crear una situación aparentemente inamovible. Es el momento, gracias al valor, o al histrionismo, qué más da, del juez Garzón, de liquidar cuentas con la historia.
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IMAGEN: Masacre en Corea. Picasso, 1951.
19 oct 2008
Castillos de naipes
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La crisis financiera tiene como componente más importante la pérdida de confianza en el sistema por parte de los propios protagonistas. Otros aspectos del sistema económico se basan también en la confianza que los usuarios depositamos en ellos; estoy pensando en el dinero. Han pasado los tiempos de la moneda mercancía en que su valor intrínseco equivalía a su valor simbólico; la nuestra es una moneda fiduciaria, es decir, su valor real no coincide con el que reza impreso en ella, la usamos porque confiamos en que el sistema funciona. De hecho el papel moneda en circulación ni siquiera está respaldado por depósitos en metales preciosos u otros valores en los bancos centrales de los países que la emiten: las monedas dejaron de ser convertibles en oro a lo largo del último siglo –aunque ya no era real, los billetes españoles mantuvieron la leyenda “El Banco de España pagará al portador” hasta 1976–, la última fue el dólar (1971).
De todas formas los billetes en circulación, puesto que el monopolio de su emisión lo tiene el Estado –en la UE el Banco Central Europeo–, tienen al menos la garantía de una política que suponemos responsable. Sin embargo el dinero no se reduce al que está emitido en billetes: la oferta monetaria tiene como componentes el dinero legal que es el que está en manos de los ciudadanos y el dinero bancario, creado por los bancos al abrir depósitos a sus clientes. Un elevado porcentaje del dinero con el que pagamos, consumimos o invertimos pertenece a esta categoría. Si depositamos 10.000€ en un banco, éste podrá realizar un préstamo con ese dinero a quién se lo solicite; de este modo los diez mil iniciales se habrán convertido en veinte mil disponibles, ya que ambos, nosotros que abrimos el depósito y quien recibió el préstamo, podemos disponer de la totalidad; el banco ha creado diez mil euros, que no existen físicamente. El sistema funciona porque se obliga a los bancos a que reserven un pequeño porcentaje de cada depósito (coeficiente de caja), como mínima medida de seguridad, y porque se espera que todo el mundo no retire el dinero al mismo tiempo. En momentos de zozobra, como el que vivimos, puede ocurrir que mucha gente desee retirar sus depósitos, creando problemas de liquidez en los bancos, que pueden ser muy graves si se unen a los ya planteados por la restricción de los créditos interbancarios –los bancos no se fían unos de otros y además no quieren quedarse sin recursos, por lo que no se prestan entre sí–. En Argentina ante una situación de pérdida de confianza generalizada en la moneda y en los bancos, que creó de facto una situación de caos financiero, el gobierno decretó el corralito en 2001, prohibiendo la retirada de los depósitos de los bancos.
Hasta ahora la crisis sólo ha rozado estos aspectos del sistema, pero la situación podría cambiar si se agravara el proceso, con consecuencias catastróficas; al fin y al cabo todo el sistema no es más que un gigantesco castillo de naipes que amenaza desmoronarse a cada momento.
La crisis financiera tiene como componente más importante la pérdida de confianza en el sistema por parte de los propios protagonistas. Otros aspectos del sistema económico se basan también en la confianza que los usuarios depositamos en ellos; estoy pensando en el dinero. Han pasado los tiempos de la moneda mercancía en que su valor intrínseco equivalía a su valor simbólico; la nuestra es una moneda fiduciaria, es decir, su valor real no coincide con el que reza impreso en ella, la usamos porque confiamos en que el sistema funciona. De hecho el papel moneda en circulación ni siquiera está respaldado por depósitos en metales preciosos u otros valores en los bancos centrales de los países que la emiten: las monedas dejaron de ser convertibles en oro a lo largo del último siglo –aunque ya no era real, los billetes españoles mantuvieron la leyenda “El Banco de España pagará al portador” hasta 1976–, la última fue el dólar (1971).
De todas formas los billetes en circulación, puesto que el monopolio de su emisión lo tiene el Estado –en la UE el Banco Central Europeo–, tienen al menos la garantía de una política que suponemos responsable. Sin embargo el dinero no se reduce al que está emitido en billetes: la oferta monetaria tiene como componentes el dinero legal que es el que está en manos de los ciudadanos y el dinero bancario, creado por los bancos al abrir depósitos a sus clientes. Un elevado porcentaje del dinero con el que pagamos, consumimos o invertimos pertenece a esta categoría. Si depositamos 10.000€ en un banco, éste podrá realizar un préstamo con ese dinero a quién se lo solicite; de este modo los diez mil iniciales se habrán convertido en veinte mil disponibles, ya que ambos, nosotros que abrimos el depósito y quien recibió el préstamo, podemos disponer de la totalidad; el banco ha creado diez mil euros, que no existen físicamente. El sistema funciona porque se obliga a los bancos a que reserven un pequeño porcentaje de cada depósito (coeficiente de caja), como mínima medida de seguridad, y porque se espera que todo el mundo no retire el dinero al mismo tiempo. En momentos de zozobra, como el que vivimos, puede ocurrir que mucha gente desee retirar sus depósitos, creando problemas de liquidez en los bancos, que pueden ser muy graves si se unen a los ya planteados por la restricción de los créditos interbancarios –los bancos no se fían unos de otros y además no quieren quedarse sin recursos, por lo que no se prestan entre sí–. En Argentina ante una situación de pérdida de confianza generalizada en la moneda y en los bancos, que creó de facto una situación de caos financiero, el gobierno decretó el corralito en 2001, prohibiendo la retirada de los depósitos de los bancos.
Hasta ahora la crisis sólo ha rozado estos aspectos del sistema, pero la situación podría cambiar si se agravara el proceso, con consecuencias catastróficas; al fin y al cabo todo el sistema no es más que un gigantesco castillo de naipes que amenaza desmoronarse a cada momento.
17 oct 2008
Un Nobel oportuno
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El último Nobel concedido es el de economía, que este año ha premiado los trabajos de Paul Krugman. Junto con Joseph Stiglitz ha venido planteando una crítica sistemática a las políticas neoliberales de reducción de impuestos y desregulación de los mercados. Ambos han mantenido una gran actividad académica y de divulgación colaborando en la prensa diaria por lo que sus tesis son ampliamente conocidas. A los dos se les puede calificar de neokeynesianos.
J. M. Keynes (1883-1946) fue sin duda el economista más influyente en el S.XX, ya que sus propuestas no fueron puestas en cuestión desde los años de la Gran Guerra (1914-18) hasta los años 70. Proponía la intervención del Estado con políticas monetarias y fiscales a fin de mitigar los efectos de las crisis cíclicas y promover la recuperación. Esas políticas convivieron con el experimento de economía dirigida de los países del Este, que tenía como objetivo último la erradicación definitiva de la pobreza, lo que estimuló la consolidación de las tesis keynesianas que, al fin y al cabo mitigaban la polarización de la riqueza, a la que el mercado libre tiende de modo irrefrenable. Después de la II GM contribuyó en la conferencia de Bretton Woods a diseñar el sistema monetario de la posguerra, vigente hasta 1976, y para cuyo buen funcionamiento se crearon el Banco Mundial, que pretendía el desarrollo de todos los países, afectados económicamente por la guerra, el FMI (Fondo Monetario Internacional), que velaría por la estabilidad de las monedas y el GATT, transformado después en la OMC, cuyo fin era estimular el comercio mediante la reducción arancelaria. El sistema funcionó con éxito hasta que aparecieron las dificultades.
En 1973 estalló una crisis que presentaba una nueva característica, la estanflación, estancamiento más inflación; ante ella eran inviables las recetas keynesianas, ya que al estimular la economía aumentaban aún más la inflación. Éste fue el caldo de cultivo en el que se gestó un nuevo cambio de paradigma económico. En la universidad de Chicago se había venido gestando una escuela crítica frente al intervencionismo y en 1976, su representante más destacado, Milton Friedman, obtuvo el premio Nobel. En 1980 ganó las elecciones en EE.UU. Ronald Reagan, que se convirtió en abanderado de la nueva doctrina ultraliberal, acompañado por la premier británica M.Teatcher. En el Reino Unido, y también en los países nórdicos, se desmantela el Estado de bienestar, que durante un tiempo pareció la alternativa democrática al socialismo del Este; todos los países, incluidos los gobernados por la izquierda, privatizan sus empresas públicas; las reducciones fiscales, la desregulación y el abandono del control de la moneda por los gobiernos son la norma general; el FMI, el BM y la OMC se reconvierten en instrumentos del nuevo liberalismo y lo imponen por la coacción y el chantaje a los países que reclaman su ayuda, generalmente los países pobres, con los resultados catastróficos que se conocen –Méjico, Indonesia, Argentina, etc.– Para colmo la implosión de la URSS asfixiada por el esfuerzo de la guerra fría y la ineficiencia de su sistema económico anquilosado por el autoritarismo y la burocracia, dejó sin referente a la izquierda. El éxito en el crecimiento hizo que pocos repararan en las enormes contradicciones que se estaban gestando. En éste ambiente se ha generado la enorme burbuja financiera que acaba de estallar.
La fuerza de los acontecimientos se ha impuesto. En medio de la crisis financiera y en las puertas de la crisis económica, que se anuncia muy grave, la academia sueca concede el Nobel a Krugman, mientras en EE.UU. se cubren las últimas etapas en la campaña electoral que, con toda probabilidad sacará de la Casa Blanca a los republicanos. Parece como si el paralelismo invertido con el año 80 hubiera sido programado.
El último Nobel concedido es el de economía, que este año ha premiado los trabajos de Paul Krugman. Junto con Joseph Stiglitz ha venido planteando una crítica sistemática a las políticas neoliberales de reducción de impuestos y desregulación de los mercados. Ambos han mantenido una gran actividad académica y de divulgación colaborando en la prensa diaria por lo que sus tesis son ampliamente conocidas. A los dos se les puede calificar de neokeynesianos.
J. M. Keynes (1883-1946) fue sin duda el economista más influyente en el S.XX, ya que sus propuestas no fueron puestas en cuestión desde los años de la Gran Guerra (1914-18) hasta los años 70. Proponía la intervención del Estado con políticas monetarias y fiscales a fin de mitigar los efectos de las crisis cíclicas y promover la recuperación. Esas políticas convivieron con el experimento de economía dirigida de los países del Este, que tenía como objetivo último la erradicación definitiva de la pobreza, lo que estimuló la consolidación de las tesis keynesianas que, al fin y al cabo mitigaban la polarización de la riqueza, a la que el mercado libre tiende de modo irrefrenable. Después de la II GM contribuyó en la conferencia de Bretton Woods a diseñar el sistema monetario de la posguerra, vigente hasta 1976, y para cuyo buen funcionamiento se crearon el Banco Mundial, que pretendía el desarrollo de todos los países, afectados económicamente por la guerra, el FMI (Fondo Monetario Internacional), que velaría por la estabilidad de las monedas y el GATT, transformado después en la OMC, cuyo fin era estimular el comercio mediante la reducción arancelaria. El sistema funcionó con éxito hasta que aparecieron las dificultades.
En 1973 estalló una crisis que presentaba una nueva característica, la estanflación, estancamiento más inflación; ante ella eran inviables las recetas keynesianas, ya que al estimular la economía aumentaban aún más la inflación. Éste fue el caldo de cultivo en el que se gestó un nuevo cambio de paradigma económico. En la universidad de Chicago se había venido gestando una escuela crítica frente al intervencionismo y en 1976, su representante más destacado, Milton Friedman, obtuvo el premio Nobel. En 1980 ganó las elecciones en EE.UU. Ronald Reagan, que se convirtió en abanderado de la nueva doctrina ultraliberal, acompañado por la premier británica M.Teatcher. En el Reino Unido, y también en los países nórdicos, se desmantela el Estado de bienestar, que durante un tiempo pareció la alternativa democrática al socialismo del Este; todos los países, incluidos los gobernados por la izquierda, privatizan sus empresas públicas; las reducciones fiscales, la desregulación y el abandono del control de la moneda por los gobiernos son la norma general; el FMI, el BM y la OMC se reconvierten en instrumentos del nuevo liberalismo y lo imponen por la coacción y el chantaje a los países que reclaman su ayuda, generalmente los países pobres, con los resultados catastróficos que se conocen –Méjico, Indonesia, Argentina, etc.– Para colmo la implosión de la URSS asfixiada por el esfuerzo de la guerra fría y la ineficiencia de su sistema económico anquilosado por el autoritarismo y la burocracia, dejó sin referente a la izquierda. El éxito en el crecimiento hizo que pocos repararan en las enormes contradicciones que se estaban gestando. En éste ambiente se ha generado la enorme burbuja financiera que acaba de estallar.
La fuerza de los acontecimientos se ha impuesto. En medio de la crisis financiera y en las puertas de la crisis económica, que se anuncia muy grave, la academia sueca concede el Nobel a Krugman, mientras en EE.UU. se cubren las últimas etapas en la campaña electoral que, con toda probabilidad sacará de la Casa Blanca a los republicanos. Parece como si el paralelismo invertido con el año 80 hubiera sido programado.
14 oct 2008
Reflexiones sobre la democracia (4). El Estado
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Un panorama siniestro que no ayuda a contemplar al Estado con ojos esperanzados; pero hay otras formas de verlo tan alejadas de su deificación, de raíz hegeliana, como de su minimización, heredera de Smith. A pesar de todas esas desviaciones hoy el Estado es el único garante de los derechos individuales y, por lo tanto, el espinazo, la osamenta de la democracia. Con ella nos hemos convertido en ciudadanos, es decir, en individuos con derechos y, para ejercerlos, necesitamos del Estado, que nos aporta el marco, los instrumentos, la defensa… el medio que los hace reales, tangibles y efectivos.
No hay que descartar un futuro, quizás no muy lejano, en que gocemos –gocen nuestros descendientes– de una democracia universal en la que el Estados no sea más que una reliquia histórica –como son hoy las monarquías– en la que solidas instituciones de ámbito mundial soporten la garantía de los derechos. Hoy por hoy, el debilitamiento del Estado –que ya es perceptible por el efecto combinado de la globalización y la fuerza arrolladora del neoliberalismo, a menos que la actual crisis produzca un giro apreciable– nos deja inermes frente a las grandes corporaciones, que no ven en nosotros a ciudadanos sino a consumidores; las iglesias, que nos consideran rebaños a los que pastorear; los nacionalismos que nos confinan en rediles construidos a base de muros y fronteras; todos interesados, por razones diferentes, en despojarnos de lo que tanto esfuerzo costó conseguir y consolidar: el libre ejercicio de los derechos individuales.
La democracia es posible sin el Estado, pero cuando éste haya desaparecido por la natural evolución de la sociedad política –no absorbido por los aparatos generados por el capitalismo o por fuerzas retrógradas–, entre tanto uno y otro, democracia y Estado se sostienen mutuamente, viviendo en una simbiosis, en un equilibrio, que haríamos bien en mantener.
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Ilustración: GIORGIO DE CHIRICO, Las musas inquietantes. 1916.
Decía Espinoza que el fin del Estado es la libertad; sin embargo, en la historia reciente, pocas veces hemos tenido pruebas de ello: en sus orígenes, el Estado se identificó con la monarquía autoritaria que evolucionó hacia el despotismo; la revolución lo puso en manos de la burguesía, que, utilizándolo en su interés, impidió a otras clases el acceso a su control; los regímenes totalitarios que asolaron la vida política de los europeos en el siglo XX, lo sacralizaron, y arrasaron las libertades en su nombre. En el campo de las ideas, el liberalismo quería –quiere– un Estado reducido a la mínima expresión, lo suficiente para garantizar las libertades mercantiles, pero no tan grande como para que las altere interviniendo en nombre de nada; la izquierda revolucionaria veía en el Estado un instrumento utilizado por unas clases para oprimir a otras y, o bien proponían su inmediata destrucción –anarquistas– o bien pronosticaban su desaparición con la supresión de las clases –marxistas–; el fascismo identificó al Estado con la nación, dirigida de modo totalitario por el partido y concebida como una unidad étnica, de civilización –cuyas raíces había que buscar en un pasado histórico mitificado– que convertía al ciudadano en el peón de un proyecto quimérico al que no le cabía otra alternativa que someterse; el llamado socialismo real –URSS y repúblicas populares– se diferenció del fascismo en que sustituía el mito de la nación por el de la sociedad comunista.
Un panorama siniestro que no ayuda a contemplar al Estado con ojos esperanzados; pero hay otras formas de verlo tan alejadas de su deificación, de raíz hegeliana, como de su minimización, heredera de Smith. A pesar de todas esas desviaciones hoy el Estado es el único garante de los derechos individuales y, por lo tanto, el espinazo, la osamenta de la democracia. Con ella nos hemos convertido en ciudadanos, es decir, en individuos con derechos y, para ejercerlos, necesitamos del Estado, que nos aporta el marco, los instrumentos, la defensa… el medio que los hace reales, tangibles y efectivos.
No hay que descartar un futuro, quizás no muy lejano, en que gocemos –gocen nuestros descendientes– de una democracia universal en la que el Estados no sea más que una reliquia histórica –como son hoy las monarquías– en la que solidas instituciones de ámbito mundial soporten la garantía de los derechos. Hoy por hoy, el debilitamiento del Estado –que ya es perceptible por el efecto combinado de la globalización y la fuerza arrolladora del neoliberalismo, a menos que la actual crisis produzca un giro apreciable– nos deja inermes frente a las grandes corporaciones, que no ven en nosotros a ciudadanos sino a consumidores; las iglesias, que nos consideran rebaños a los que pastorear; los nacionalismos que nos confinan en rediles construidos a base de muros y fronteras; todos interesados, por razones diferentes, en despojarnos de lo que tanto esfuerzo costó conseguir y consolidar: el libre ejercicio de los derechos individuales.
La democracia es posible sin el Estado, pero cuando éste haya desaparecido por la natural evolución de la sociedad política –no absorbido por los aparatos generados por el capitalismo o por fuerzas retrógradas–, entre tanto uno y otro, democracia y Estado se sostienen mutuamente, viviendo en una simbiosis, en un equilibrio, que haríamos bien en mantener.
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Ilustración: GIORGIO DE CHIRICO, Las musas inquietantes. 1916.
13 oct 2008
El papel
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En el proceso histórico en el que nacen y desaparecen civilizaciones y culturas, pensamos que el azar o quizás fuerzas que nos cuesta identificar, impulsan o frenan a unas sobre otras, generando una secuencia que, en apariencia, no parece tener otro motor que la fuerza física o espiritual de sus actores o protagonistas. En los años más oscuros del periodo de la historia que hemos llamado Edad Media –despojándola injustamente de otra personalidad que no sea la de servir de nexo o frontera entre el mundo clásico y el Renacimiento– floreció y alcanzó un esplendor inusitado la cultura árabe. Su éxito fue tan espectacular que en poco tiempo cubrió un espacio que iba del Indo o el Xin Jian, en el Este, al Atlántico africano o los Pirineos, en el Oeste. Una hazaña explicada tradicionalmente por la fuerza imparable del pueblo árabe convertido, de pastor y caravanero, en ejército incontenible de la nueva fe; pero, descontando ingenuidades, la explicación es a un tiempo más compleja, por la multiplicidad de factores, y más sencilla, porque son menos grandilocuentes y heroicos. Me referiré a uno de ellos tan sólo, en apariencia modestísimo, si nos atenemos a lo que la historiografía al uso nos tiene acostumbrados, pero, de hecho, decisivo: me refiero al invento y la difusión de las técnicas de fabricación del papel.
En la antigüedad el papiro –entramado y prensado de tiras de las hojas de esta planta– y después el pergamino –preparado de pieles finas– habían sido los soportes de la escritura durante siglos en la cuenca mediterránea. El primero frágil y escaso, el segundo excesivamente caro. En el siglo octavo el Islam había entrado en contacto con la civilización china en la ruta de la seda. Antes de que acabara el siglo, en Samarcanda, se fabricaba papel usando técnicas desarrolladas siglos antes en China –T’sai-Lun en el 105 a. de C. inventó un procedimiento que consistía en macerar y prensar una mezcla de cortezas vegetales y trapos–. En el transcurso de un siglo tenemos constancia de que había talleres en Bagdad, Egipto y Córdoba. La lengua árabe, el Corán y la civilización que sustentaron habían encontrado un instrumento de difusión de increíble eficacia. Ni los 400.000 volúmenes que se dice que tenía la biblioteca de Al-Hakan en Córdoba, ni la inigualable brillantez de la cultura, ni la vastísima y fulminante difusión del islam pueden explicarse sin el papel, vehiculo de impensable capacidad para su propagación, casi universal[*].
Una vez más una innovación tecnológica, en apariencia modesta, revolucionó la historia. El mundo cristiano se benefició en la medida de su proximidad al Islam: en España se escribe ya sobre papel un misal mozárabe del Monasterio de Silos, sin duda antes de 1036, fecha en que el rito mozárabe fue sustituido por el gregoriano; en Inglaterra, en cambio, no aparece hasta el s.XIV. Se había superado el cuello de botella que estaba entonces en la dificultad y la escasez de un soporte adecuado para la escritura; a partir de ahora éste abundaba y el freno se trasladó a la lentitud con que podían hacerse las copias, ya que no existía otro procedimiento que el de escribirlas a mano. No se superaría este nuevo reto hasta la invención de la imprenta.
Precisamente la imprenta fue el otro gran salto en la democratización de la cultura y el saber, pero ya los musulmanes no se beneficiaron de ella –llegó a Egipto tres siglos después de que los occidentales la redescubrieran, y por iniciativa de éstos–. Era el tiempo de occidente y la imprenta hizo con ellos lo que el papel con los musulmanes.
En el proceso histórico en el que nacen y desaparecen civilizaciones y culturas, pensamos que el azar o quizás fuerzas que nos cuesta identificar, impulsan o frenan a unas sobre otras, generando una secuencia que, en apariencia, no parece tener otro motor que la fuerza física o espiritual de sus actores o protagonistas. En los años más oscuros del periodo de la historia que hemos llamado Edad Media –despojándola injustamente de otra personalidad que no sea la de servir de nexo o frontera entre el mundo clásico y el Renacimiento– floreció y alcanzó un esplendor inusitado la cultura árabe. Su éxito fue tan espectacular que en poco tiempo cubrió un espacio que iba del Indo o el Xin Jian, en el Este, al Atlántico africano o los Pirineos, en el Oeste. Una hazaña explicada tradicionalmente por la fuerza imparable del pueblo árabe convertido, de pastor y caravanero, en ejército incontenible de la nueva fe; pero, descontando ingenuidades, la explicación es a un tiempo más compleja, por la multiplicidad de factores, y más sencilla, porque son menos grandilocuentes y heroicos. Me referiré a uno de ellos tan sólo, en apariencia modestísimo, si nos atenemos a lo que la historiografía al uso nos tiene acostumbrados, pero, de hecho, decisivo: me refiero al invento y la difusión de las técnicas de fabricación del papel.
En la antigüedad el papiro –entramado y prensado de tiras de las hojas de esta planta– y después el pergamino –preparado de pieles finas– habían sido los soportes de la escritura durante siglos en la cuenca mediterránea. El primero frágil y escaso, el segundo excesivamente caro. En el siglo octavo el Islam había entrado en contacto con la civilización china en la ruta de la seda. Antes de que acabara el siglo, en Samarcanda, se fabricaba papel usando técnicas desarrolladas siglos antes en China –T’sai-Lun en el 105 a. de C. inventó un procedimiento que consistía en macerar y prensar una mezcla de cortezas vegetales y trapos–. En el transcurso de un siglo tenemos constancia de que había talleres en Bagdad, Egipto y Córdoba. La lengua árabe, el Corán y la civilización que sustentaron habían encontrado un instrumento de difusión de increíble eficacia. Ni los 400.000 volúmenes que se dice que tenía la biblioteca de Al-Hakan en Córdoba, ni la inigualable brillantez de la cultura, ni la vastísima y fulminante difusión del islam pueden explicarse sin el papel, vehiculo de impensable capacidad para su propagación, casi universal[*].
Una vez más una innovación tecnológica, en apariencia modesta, revolucionó la historia. El mundo cristiano se benefició en la medida de su proximidad al Islam: en España se escribe ya sobre papel un misal mozárabe del Monasterio de Silos, sin duda antes de 1036, fecha en que el rito mozárabe fue sustituido por el gregoriano; en Inglaterra, en cambio, no aparece hasta el s.XIV. Se había superado el cuello de botella que estaba entonces en la dificultad y la escasez de un soporte adecuado para la escritura; a partir de ahora éste abundaba y el freno se trasladó a la lentitud con que podían hacerse las copias, ya que no existía otro procedimiento que el de escribirlas a mano. No se superaría este nuevo reto hasta la invención de la imprenta.
Precisamente la imprenta fue el otro gran salto en la democratización de la cultura y el saber, pero ya los musulmanes no se beneficiaron de ella –llegó a Egipto tres siglos después de que los occidentales la redescubrieran, y por iniciativa de éstos–. Era el tiempo de occidente y la imprenta hizo con ellos lo que el papel con los musulmanes.
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[*] J. von KARABACEK: Papel árabe. Ed Trea. Gijón, 2006
[*] J. von KARABACEK: Papel árabe. Ed Trea. Gijón, 2006
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La dignidad del hombre anuncio
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Ha saltado a la palestra estos días: una autoridad madrileña ha anunciado, valga la redundancia, que se van a tomar medidas para salvaguardar la dignidad de los trabajadores prohibiendo la práctica comercial del hombre anuncio, que han proliferado últimamente en la ciudad. Cierto que resulta lamentable ver a un inmigrante con no muy buen aspecto, mostrando un enorme cartel que reza: COMPRO ORO; sin embargo, el recurso de utilizar el propio cuerpo como soporte de anuncios publicitarios es hoy habitual y, desde luego no degrada a aquellos que los llevan. Los protagonistas son deportistas de todas las especialidades imaginables, actrices, modelos y cualquiera cuya imagen sea reconocible por el gran público. Desde luego no cuelgan de sus hombros el enorme escapulario publicitario que imaginamos cuando pensamos en un hombre anuncio, sino que se fotografían ante paneles cubiertos de publicidad, cubren su ropa deportiva de innumerables logos, exquisitamente diseñados, de aquellas empresas que patrocinan su actividad, o protagonizan sketch en los medios de comunicación, con resultados casi siempre patéticos por su incapacidad para el arte de la interpretación.
¿Qué es lo indigno? ¿Por qué Fernando Alonso puede mostrarse con un mono deportivo en el que no queda un centímetro libre de publicidad, sin perder su dignidad, o Ronaldiño puede hacer el ridículo comiéndose unas natillas, sin merma de su prestigio, y, sin embargo, nos produce vergüenza ajena –de lo que deducimos la indignidad de la situación– cómo alguien porta uno de esos cartelones publicitarios, mal concebidos y de dudoso gusto?
Lo que nos inquieta es la contemplación de la pobreza. Tanto da que se manifieste en alguien que pide limosna en un portal, como en un hombre anuncio. Prohibiendo una u otra cosa no salvaguardamos la dignidad de nadie –eso no se consigue más que haciéndole asequibles los medios con los que atender a sus necesidades– sino que sólo nos protegemos de un espectáculo que nos abochorna.
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