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Ha saltado a la palestra estos días: una autoridad madrileña ha anunciado, valga la redundancia, que se van a tomar medidas para salvaguardar la dignidad de los trabajadores prohibiendo la práctica comercial del hombre anuncio, que han proliferado últimamente en la ciudad. Cierto que resulta lamentable ver a un inmigrante con no muy buen aspecto, mostrando un enorme cartel que reza: COMPRO ORO; sin embargo, el recurso de utilizar el propio cuerpo como soporte de anuncios publicitarios es hoy habitual y, desde luego no degrada a aquellos que los llevan. Los protagonistas son deportistas de todas las especialidades imaginables, actrices, modelos y cualquiera cuya imagen sea reconocible por el gran público. Desde luego no cuelgan de sus hombros el enorme escapulario publicitario que imaginamos cuando pensamos en un hombre anuncio, sino que se fotografían ante paneles cubiertos de publicidad, cubren su ropa deportiva de innumerables logos, exquisitamente diseñados, de aquellas empresas que patrocinan su actividad, o protagonizan sketch en los medios de comunicación, con resultados casi siempre patéticos por su incapacidad para el arte de la interpretación.
¿Qué es lo indigno? ¿Por qué Fernando Alonso puede mostrarse con un mono deportivo en el que no queda un centímetro libre de publicidad, sin perder su dignidad, o Ronaldiño puede hacer el ridículo comiéndose unas natillas, sin merma de su prestigio, y, sin embargo, nos produce vergüenza ajena –de lo que deducimos la indignidad de la situación– cómo alguien porta uno de esos cartelones publicitarios, mal concebidos y de dudoso gusto?
Lo que nos inquieta es la contemplación de la pobreza. Tanto da que se manifieste en alguien que pide limosna en un portal, como en un hombre anuncio. Prohibiendo una u otra cosa no salvaguardamos la dignidad de nadie –eso no se consigue más que haciéndole asequibles los medios con los que atender a sus necesidades– sino que sólo nos protegemos de un espectáculo que nos abochorna.
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