En el proceso histórico en el que nacen y desaparecen civilizaciones y culturas, pensamos que el azar o quizás fuerzas que nos cuesta identificar, impulsan o frenan a unas sobre otras, generando una secuencia que, en apariencia, no parece tener otro motor que la fuerza física o espiritual de sus actores o protagonistas. En los años más oscuros del periodo de la historia que hemos llamado Edad Media –despojándola injustamente de otra personalidad que no sea la de servir de nexo o frontera entre el mundo clásico y el Renacimiento– floreció y alcanzó un esplendor inusitado la cultura árabe. Su éxito fue tan espectacular que en poco tiempo cubrió un espacio que iba del Indo o el Xin Jian, en el Este, al Atlántico africano o los Pirineos, en el Oeste. Una hazaña explicada tradicionalmente por la fuerza imparable del pueblo árabe convertido, de pastor y caravanero, en ejército incontenible de la nueva fe; pero, descontando ingenuidades, la explicación es a un tiempo más compleja, por la multiplicidad de factores, y más sencilla, porque son menos grandilocuentes y heroicos. Me referiré a uno de ellos tan sólo, en apariencia modestísimo, si nos atenemos a lo que la historiografía al uso nos tiene acostumbrados, pero, de hecho, decisivo: me refiero al invento y la difusión de las técnicas de fabricación del papel.
En la antigüedad el papiro –entramado y prensado de tiras de las hojas de esta planta– y después el pergamino –preparado de pieles finas– habían sido los soportes de la escritura durante siglos en la cuenca mediterránea. El primero frágil y escaso, el segundo excesivamente caro. En el siglo octavo el Islam había entrado en contacto con la civilización china en la ruta de la seda. Antes de que acabara el siglo, en Samarcanda, se fabricaba papel usando técnicas desarrolladas siglos antes en China –T’sai-Lun en el 105 a. de C. inventó un procedimiento que consistía en macerar y prensar una mezcla de cortezas vegetales y trapos–. En el transcurso de un siglo tenemos constancia de que había talleres en Bagdad, Egipto y Córdoba. La lengua árabe, el Corán y la civilización que sustentaron habían encontrado un instrumento de difusión de increíble eficacia. Ni los 400.000 volúmenes que se dice que tenía la biblioteca de Al-Hakan en Córdoba, ni la inigualable brillantez de la cultura, ni la vastísima y fulminante difusión del islam pueden explicarse sin el papel, vehiculo de impensable capacidad para su propagación, casi universal[*].
Una vez más una innovación tecnológica, en apariencia modesta, revolucionó la historia. El mundo cristiano se benefició en la medida de su proximidad al Islam: en España se escribe ya sobre papel un misal mozárabe del Monasterio de Silos, sin duda antes de 1036, fecha en que el rito mozárabe fue sustituido por el gregoriano; en Inglaterra, en cambio, no aparece hasta el s.XIV. Se había superado el cuello de botella que estaba entonces en la dificultad y la escasez de un soporte adecuado para la escritura; a partir de ahora éste abundaba y el freno se trasladó a la lentitud con que podían hacerse las copias, ya que no existía otro procedimiento que el de escribirlas a mano. No se superaría este nuevo reto hasta la invención de la imprenta.
Precisamente la imprenta fue el otro gran salto en la democratización de la cultura y el saber, pero ya los musulmanes no se beneficiaron de ella –llegó a Egipto tres siglos después de que los occidentales la redescubrieran, y por iniciativa de éstos–. Era el tiempo de occidente y la imprenta hizo con ellos lo que el papel con los musulmanes.
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[*] J. von KARABACEK: Papel árabe. Ed Trea. Gijón, 2006
[*] J. von KARABACEK: Papel árabe. Ed Trea. Gijón, 2006
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