¿Por qué se han ignorado las advertencias? Sobre la burbuja inmobiliaria nuestro país proporcionó un excelente ejemplo. El auge de esa actividad se convirtió en los últimos años en el motor de nuestra economía. Como es sabido, la construcción genera mucho empleo, lo que permitió atacar el paro estructural, nuestro cáncer histórico. Ha sido una excelente locomotora desarrollando otras muchas actividades auxiliares en la industria y los servicios. El carácter especulativo que adquirió, como es propio de cualquier burbuja, ha permitido acumular capitales como nunca antes había ocurrido en España, al menos desde el tendido de la red ferroviaria en el XIX. Para colmo, a los municipios –donde se genera el suelo–, tan mal financiados, los liberaba de la habitual penuria económica. Los bancos, que sacaban tajada de tanto movimiento de capital, favorecieron el proceso, relajando las condiciones con que trabajaban y contribuyendo al aumento de los precios, que les favorecía, habilitando técnicas y nuevos modos para el caso. Desde el poder se observaba con satisfacción que el crecimiento, por especulativo y falso que fuera, había liquidado –suceso histórico donde los haya– el déficit presupuestario, había saneado las cuentas de la Seguridad Social, que años antes estuvo en peligro, y los datos macroeconómicos nos empezaban a equiparar con nuestros vecinos, otro suceso histórico. Ninguno, ni los de arriba que toman las decisiones, ni los de abajo que los ponemos arriba, ni los que mueven el cotarro económico, quería despertar.
Es verdad que los que manejaban las altas finanzas han dado el espectáculo, como suele decirse, y que el estallido de su montaje ha servido de detonador de la crisis. Sin embargo, ¿tiene lógica culparlos de la situación por haber sido avariciosos? Es un contrasentido reclamar contención a entidades cuyo objetivo es la maximización de beneficios. La ambición y la avaricia son los motores del mercado; ya decía Smith que el interés particular coincide con el interés general. Abecé del libre mercado.
«Cada individuo en particular pone todo su cuidado en buscar el medio más oportuno de emplear con mayor ventaja el capital de que puede disponer. Lo que desde luego se propone es su propio interés, no el de la sociedad en común; pero esos mismos esfuerzos hacia su propia ventaja le inclinan a preferir, sin premeditación suya, el empleo más útil a la sociedad como tal. (...)»Adam Smith: La riqueza de las naciones. 1776
La cuestión es hasta qué punto asumimos esta afirmación y cuanta libertad estamos dispuestos a conceder –en los últimos tiempos cualquier limitación parecía un abuso–, porque debe quedar claro que el problema no está en la catadura moral de los capitalistas sino en las reglas de juego.
Como las posibilidades y modalidades de intervención de cada uno de los actores en el mercado son casi infinitas, se puede decir que después de cada crisis hemos tenido un modelo de mercado distinto. Como todos antes, el modelo actual se ha colapsado. Da la impresión de que de las precedentes sólo se salió con chapuzas y el reciclaje de instrumentos anticuados. Es hora de aplicar correcciones duraderas, hora de replantearse el papel del sector financiero, de liquidar los paraísos fiscales, de poner límites al crecimiento, de globalizar el desarrollo, de poner cerco a la pobreza y el hambre, de poner fin a la degradación del medio y al agotamiento de los recursos. Es hora de recuperar el tiempo perdido en la desregulación de los mercados, de revitalizar las instituciones internacionales –ONU, BM, FMI OIC– saneándolas y democratizándolas. Es hora de reconducir la globalización de modo que no sea más una fiesta para los ricos, sino la esperanza de un futuro mejor para todos.
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