6 ene 2014

A propósito de la futura (¿penúltima?) ley del aborto

Las sociedades patriarcales antiguas reducían el papel de la mujer en la procreación a una función instrumental, mero recipiente donde se contenía y formaba la nueva criatura. Después se encargaba de los cuidados necesarios hasta que el niño conseguía una cierta autonomía, en torno a los siete años, que pasaba al cuidado del padre. Naturalmente me refiero a los varones, las niñas nunca abandonaban el gineceo porque su papel social, como mujeres, no se consideraba relevante. Con variantes, esto es válido para todas las sociedades patriarcales, es decir, todas si fuera cierto que la sociedad matriarcal ha sido más una construcción intelectual que una realidad.


Aunque en las sociedades avanzadas la ley establece la igualdad de género, en la vida cotidiana, al nivel de los usos y las costumbres, el sexismo (ambos géneros tienen diferentes papeles sociales)  y el patriarcalismo (los varones tienen preeminencia), del que el primero es pórtico y justificación, están vivos y coleando. El libro publicado con el patrocinio del obispado de Granada “Cásate y sé sumisa” es un ejemplo grotesco de lo que digo.

 La naturaleza no nos ha creado iguales. Seguramente la división de tareas entre los dos sexos era hace millones de años más eficiente para la conservación de la especie y, por tanto, la evolución trabajó en esa dirección. De hecho, las mujeres han sido dotadas por la naturaleza de los instrumentos físicos y psicológicos más adecuados para la procreación y el cuidado de sus vástagos en los primeros años de vida. Hoy tal especialización es innecesaria y perniciosa para el progreso social.

En las sociedades modernas hemos convenido en caminar sin reservas hacía la igualdad, no sólo legal. La civilización no es sino una lucha permanente contra los obstáculos que plantea la naturaleza. Hemos domesticado plantas y animales adaptándolos a nuestras necesidades. Nosotros mismos nos hemos autotransformado siguiendo diferentes guías éticas o intereses, de manera que nuestro comportamiento dista ya mucho del de nuestros ancestros. En ese camino, sexismo y patriarcalismo son atavismos que nos entorpecen. Poner los medios políticos, legales y didácticos necesarios para su superación es una necesidad.

En las reticencias u oposición a una ley del aborto respetuosa con la libertad de las mujeres (ley de plazos) no veo más que prejuicios éticos emanados del patriarcalismo. Toda la verborrea en torno al “respeto a la vida” y a los “derechos del no nacido” me parecen enmascarar actitudes patriarcales que buscan o, en todo caso, tienen el efecto perverso de situar fuera de la mujer la capacidad de decidir si ha de ser madre. Esto podría ser válido y coherente en las sociedades antiguas que he mencionado, pero inaceptable hoy.

De cualquier modo, y como escribí en otro artículo cuando se discutía la ley anterior, en este asunto el acuerdo es imposible y el recurso a la ciencia, inútil. Tenemos, sin embargo, el recurso a la democracia; pero, ya que es bastante penoso soportar un cambio de ley en cada vaivén electoral, lo lógico sería recurrir a la consulta directa superando la mayoría parlamentaria y, de paso, la fácil acusación de perfidia al político de turno. La gravedad del asunto lo requiere.

Es dudoso que una presunta consulta pública aprobara un sistema de plazos, pero todos acataríamos sin rechistar cualquier resultado. Así, en lugar de buscar justificaciones imposibles a por qué se deshace lo que otros, con la misma legitimidad, hicieron meses antes, los activistas volverían sus esfuerzos hacia acciones pedagógicas y la neutralización racional de las influencias que hubieran podido forzar la decisión colectiva. Todo más civilizado.

Para ello habría que reformar, ya va siendo hora, el recurso al referéndum sin tacañería, venciendo el oscurantista temor a la intervención directa de los ciudadanos. Hasta es posible que el procedimiento sirviera para resolver otros contenciosos inacabables. A buen entendedor…

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