Las sociedades patriarcales antiguas reducían el papel de la
mujer en la procreación a una función instrumental, mero recipiente donde se contenía
y formaba la nueva criatura. Después se encargaba de los cuidados necesarios hasta
que el niño conseguía una cierta autonomía, en torno a los siete años, que
pasaba al cuidado del padre. Naturalmente me refiero a los varones, las niñas
nunca abandonaban el gineceo porque su papel social, como mujeres, no se
consideraba relevante. Con variantes, esto es válido para todas las sociedades
patriarcales, es decir, todas si fuera cierto que la sociedad matriarcal ha
sido más una construcción intelectual que una realidad.
Aunque en las sociedades avanzadas la ley establece la
igualdad de género, en la vida cotidiana, al nivel de los usos y las costumbres,
el sexismo (ambos géneros tienen diferentes papeles sociales) y el patriarcalismo (los varones tienen preeminencia),
del que el primero es pórtico y justificación, están vivos y coleando. El libro
publicado con el patrocinio del obispado de Granada “Cásate y sé sumisa” es
un ejemplo grotesco de lo que digo.
La naturaleza no nos
ha creado iguales. Seguramente la división de tareas entre los dos sexos era
hace millones de años más eficiente para la conservación de la especie y, por tanto,
la evolución trabajó en esa dirección. De hecho, las mujeres han sido dotadas
por la naturaleza de los instrumentos físicos y psicológicos más adecuados para
la procreación y el cuidado de sus vástagos en los primeros años de vida. Hoy
tal especialización es innecesaria y perniciosa para el progreso social.
En las sociedades modernas hemos convenido en caminar sin
reservas hacía la igualdad, no sólo legal. La civilización no es sino una lucha
permanente contra los obstáculos que plantea la naturaleza. Hemos domesticado
plantas y animales adaptándolos a nuestras necesidades. Nosotros mismos nos
hemos autotransformado siguiendo diferentes guías éticas o intereses, de manera
que nuestro comportamiento dista ya mucho del de nuestros ancestros. En ese
camino, sexismo y patriarcalismo son atavismos que nos entorpecen. Poner los
medios políticos, legales y didácticos necesarios para su superación es una
necesidad.
En las reticencias u oposición a una ley del aborto respetuosa
con la libertad de las mujeres (ley de plazos) no veo más que prejuicios éticos
emanados del patriarcalismo. Toda la verborrea en torno al “respeto a la vida”
y a los “derechos del no nacido” me parecen enmascarar actitudes patriarcales
que buscan o, en todo caso, tienen el efecto perverso de situar fuera de la
mujer la capacidad de decidir si ha de ser madre. Esto podría ser válido y
coherente en las sociedades antiguas que he mencionado, pero inaceptable hoy.
De cualquier modo, y como escribí en otro
artículo cuando se discutía la ley anterior, en este asunto el acuerdo es
imposible y el recurso a la ciencia, inútil. Tenemos, sin embargo, el recurso a
la democracia; pero, ya que es bastante penoso soportar un cambio de ley en
cada vaivén electoral, lo lógico sería recurrir a la consulta directa superando
la mayoría parlamentaria y, de paso, la fácil acusación de perfidia al político
de turno. La gravedad del asunto lo requiere.
Es dudoso que una presunta consulta pública aprobara un
sistema de plazos, pero todos acataríamos sin rechistar cualquier resultado.
Así, en lugar de buscar justificaciones imposibles a por qué se deshace lo que
otros, con la misma legitimidad, hicieron meses antes, los activistas volverían
sus esfuerzos hacia acciones pedagógicas y la neutralización racional de las
influencias que hubieran podido forzar la decisión colectiva. Todo más civilizado.
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