El ADN de un gobierno no se obtiene apriorísticamente de su
programa sino de su acción legislativa; sin embargo, es revelador analizar,
aparte el contenido de las leyes, algunas cuestiones que pueden parecer, por lo
marginales, desechables. Me refiero a factores derivados de la mecánica
parlamentaria, del análisis de la opinión pública, etc.
La observación del parlamentarismo británico durante el XIX
nos proporciona datos curiosos. Disputaban dos grandes partidos: “whig” liberal y “tory” conservador. Por poco que miremos
advertimos en seguida que muchas de las leyes más progresistas no fueron
aprobadas durante los gabinetes whigs, como cabría esperar, sino por los torys.
Para muchos historiadores existía un pacto implícito entre ambos partidos que
permitía introducir reformas con la mínima oposición posible, al tiempo que
aseguraba al legislador acomodar la ley en cuestión a sus presupuestos
ideológicos, ya que si ellos no tomaban la iniciativa lo harían los opositores,
con resultados menos asumibles.
El modelo fue imitado en España por la Restauración (1875)
pero aquí la dialéctica partidaria tomó pronto otras vías. Sin embargo, sí que
se utilizó la práctica de la autocontención, otra versión de lo mismo: presentar
reformas suficientemente moderadas para que la oposición no rompiera los
consensos fundamentales. Desde Sagasta, que introdujo en España el sufragio
universal (1890) sin tocar el corrupto sistema electoral que lo neutralizaba, hasta hoy ha tenido esforzados practicantes; por
ejemplo, Alfonso Guerra (un supuesto radical socialista) fue el que negoció el
actual concordato con el Vaticano, del que hoy abomina cualquiera que tenga un
lejano parentesco con el progresismo
El chalaneo legislativo que desvelan estas prácticas tiene
efectos perniciosos, pero también positivos: evita el tejer y destejer
característico de la alternancia a corto plazo.
El gobierno González del 85 se limitó a modificar el código
penal para sacar de él tres supuestos no penalizables de aborto. Una acción
mínima por miedo a despertar la ira de la iglesia y afines. Más tarde, Aznar, aunque
escenificó espectacularmente la ruptura con sus antecesores, no tocó el aborto
y se limitó a maquillajes en educación, y eso por el clamor existente contra la
LOGSE procedente de una tropa de ignorantes, intereses clericales y
profesionales atados a rutinas ancestrales, lo que en España siempre constituyó
una mayoría absoluta. Hasta aquí mal que bien, seguían en pie algunos consensos
básicos.
Zapatero, en su turno, comprendió en seguida que la economía
era intocable por estar en la UE y porque la prosperidad del momento impedía
ponerla en cuestión y, aunque entrevió la burbuja, prefirió la táctica del avestruz ante la falta
de alternativas menos riesgosas. Centró, por tanto, la política de izquierdas
en los derechos y la igualdad: entre otras iniciativas promovió una ley de
aborto desde el punto de vista de los derechos de la mujer, matrimonio gay,
etc. Los consensos ya estaban rotos desde el fiasco de la guerra de Irak y el
11M pero estas actuaciones consagraron la ruptura.
El estallido brutal
de la burbuja puso el gobierno en manos de Rajoy, un segundón mosqueado por el
ninguneo con que le obsequiaban los suyos, que no entiende de acuerdos ni de
mano izquierda y que ha emprendido, con la brusquedad de los tímidos, una
política de cambio de ciclo aprovechando el K.O. ciudadano por efecto de la
crisis: entrega de lo público al sector privado, salvo las deudas que siguen el
sentido contrario; ley de educación que dinamita los presupuestos ideológicos
democráticos y progresistas en que se fundamentaba la LOGSE, retrotrayéndonos a
las postrimerías del franquismo; ley del aborto que nace en el ministerio de
justicia porque la interrupción del embarazo vuelve a ser delito y no un
derecho, etc. Como única arma política para neutralizar a la oposición social,
que no parlamentaria (allí no hay), la ingeniería lingüística, discurso cargado
de eufemismos y equívocos semánticos, a la que son adictos.
Que cada cual legisle sin autocontención y sin atender
pactos implícitos o explícitos tiene la
ventaja de que así hasta los torpes saben quién es quién, no hay que andarse
con análisis sutiles. ¿Contentos?
1 comentario:
Excelente artículo. Sabe tratar este delicado tema de una forma verdaderamente magistral...
Un gran saludo
Mark de Zabaleta
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