Los eufemismos tienen la función de orillar expresiones
políticamente incorrectas o que han evolucionado hasta convertirse en
inconvenientes. Así los decimonónicos ministerios de la guerra pasaron a denominarse
del ejército y, más tarde, de defensa; lo hicieron con la misma velocidad que
la guerra perdía su prístino prestigio – de única actividad honorable para un
noble en el Medievo a plaga generada por genocidas oportunistas− y fue ganando
posiciones la paz en la mentalidad colectiva. Naturalmente el proceso de
paulatino protagonismo de la ciudadanía en la política no es ajeno al cambio,
pero eso es otro asunto; la cuestión es que una institución cuyo fin era prepararse
para la guerra devino impresentable, a no ser que fuera sólo para defenderse.
Hoy, el eufemismo de moda, con el que se nos aporrea a
diario, es el famoso ‘derecho a decidir’.
Hace poco, desde que terminara la Segunda Guerra Mundial, se
habló mucho de autodeterminación. Las Naciones Unidas lo recogieron como
derecho fundamental de los pueblos. Se vivía una situación paradójica: habían
triunfado las naciones democráticas y la victoria se entendió que era de la
democracia; sin embargo, esos mismos países tenían bajo su tutela, y explotaban,
a una infinidad de pueblos, algunos de los cuales habían constituido estados
organizados en el pasado o eran portadores de un rico pasado cultural. En
cualquier caso negarles el derecho a la autonomía política era racional y éticamente
insostenible. El derecho de autodeterminación se impuso y el proceso de
descolonización se disparó hasta su liquidación en los sesenta, con algunos
flecos en los primeros setenta (Portugal).
Por entonces, muchas nacionalidades sin Estado de la antigua
Europa empezaron a reclamar tal derecho para sí mismas, poniendo en cuestión la
unidad de estados a veces con siglos de existencia. En España el periodo
crítico de la liquidación del franquismo fue el campanazo de salida para vascos
y catalanes. Estuvo claramente presente en la lucha democrática de la transición
en alianza con las demás fuerzas populares del Estado: de hecho, se puso de
moda hablar del Estado en lugar de España, un eufemismo que ponía de manifiesto
la complicidad de los demócratas con los nacionalismos. Personalmente en
aquellos años estaba convencido del derecho a la autodeterminación de cualquier
comunidad cohesionada que lo reclamase masivamente y, por supuesto, con sus
antecedentes históricos, el de vascos y catalanes. Era una actitud tan frecuente
en la izquierda que se puede decir general. Reconozco ahora que en el fondo
todos estábamos convencidos de la bondad de una eventual consulta pero también
que, de producirse, arrojaría un resultado contrario a la independencia.
Solé Tura, catalán y
comunista, representante del PCE en la comisión que redacto la Constitución,
fue uno de los creadores de la arquitectura autonómica, que tuvo la virtud de evitar
algún referéndum de autodeterminación. Años después justificó su postura
contraria a este principio que respetaban muchos izquierdistas en un libro: Nacionalidades y nacionalismos en España.
Recuerdo haberlo leído con sumo interés y acabarlo más convencido del derecho a
la autodeterminación que cuando lo empecé, justo lo contrario de lo que
pretendía el autor. El problema es peliagudo y no parece tener una solución
clara y terminante.
La solución autonómica resultó un fiasco para los
nacionalismos, por la praxis política, no por defectos en el diseño desarrollado
en la Constitución, según he argumentado en otros artículos, pero un fiasco al
fin y al cabo. Hoy ya no es nada seguro que una eventual consulta se liquidara
con un no, sobre todo en Cataluña. Quizás porque estoy convencido de ello, ya
no me parece tan incuestionable el derecho a la autodeterminación. Encuentro
frívolos argumentos que en otro tiempo me parecían sólidos y eso me
desconcierta, porque parece mostrar que, efectivamente, las emociones manipulan
la razón. Desde luego, en todo caso, maldigo a quienes han desperdiciado una
oportunidad histórica, estén a la derecha o a la izquierda, sean políticos o
ciudadanos corrientes, españolistas o catalanistas, porque de todo hay, los he
visto, los he oído, los he soportado…
Toda este proceso es amargo; pero, lo que me resulta
especialmente irritante es la utilización de ese nuevo eufemismo: ‘el derecho a
decidir’, impreciso, ambiguo y equívoco, con el que los soberanistas –otro eufemismo
que sustituye a nacionalistas −pretenden hacer ver que se les niega el
ejercicio de la democracia. Empeñó tan ridículo como, en el otro lado, hacer
creer que sobre la independencia de Cataluña deben decidir los no catalanes, o
la cargante e indigesta metáfora del suflé.
Mi opinión es perfectamente prescindible, por irrelevante,
pero no me resisto a dar testimonio de ella: aceptaría sin rechistar el derecho
a la autodeterminación a condición de no oír más eufemismos ingeniosos ni agudas
metáforas. Hablemos claro de una puñetera vez, sin épica ni lírica; dejemos a
un lado el arte dramático y usemos desnudo el leguaje de la razón y los intereses.
A lo mejor así nos entendemos.
1 comentario:
Una interesante matización...
Saludos
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