Mis sentimientos hacia los toros son contradictorios. Mi padre los veía con agrado y recuerdo que nos llevaba con la frecuencia que permitía vivir en un pueblo. En algún rincón de mi memoria existe también la imagen de una corrida en la que toreaban Carlos Arruza y Manolete; como el torero cordobés murió en el 47 yo no podía tener más de 5 años, seguramente menos. En mi adolescencia compartí pupitre en el Instituto con un compañero, gordo y enredador, que tenía una afición obsesiva por la fiesta, me enseñó todas las denominaciones de los toros según su pelaje o la disposición de las astas y dibujaba con extraordinaria pericia todas las suertes del toreo. Sin embargo, de adulto rara vez he asistido a alguna corrida: recuerdo una bronca monumental a Curro Romero que me dejó un largo sentimiento de vergüenza ajena y poco más; los recuerdos de la infancia en las plazas siempre se me presentan asociados al horror. Seguramente las condiciones de mi personalidad no favorecieron la afición.
Estos días se ha desatado una polémica en el mundo de los toros a propósito de la concesión de la Medalla de Oro de las Bellas Artes a Francisco Rivera Ordoñez. Morante de la Puebla ha expresado su disgusto ante el suceso, por lo que Cayetano Rivera le ha llamado resentido; Paco Camino y José Tomás, molestos también, han devuelto la suya indignados. La verdad es que de todo este lío lo único que me sorprende es que se den esas medallas a los toreros, por excelente que sea su quehacer. En algún lugar leí u oí que el toreo es arte como el canibalismo gastronomía (recordé la frase leyendo el excelente relato de Xarbet en el Club de los Jueves). Sin duda un Ferrán Adriá caníbal (o el Ho min del cuento) podría preparar exquisitos platos con materia prima humana, pero ¿quién justificaría la práctica por el arte con que se ejecute? No sé si para que guste esa orgía de sangre y lentejuelas se requiere tener sensibilidad o carecer de ella. Sus defensores resaltan la luz, el color, la música, el ambiente, el valor y las bellas maneras del ejecutante; pero no ven la sangre, el sufrimiento del animal y sobre todo el hecho abominable de ofrecer su tortura y muerte como espectáculo.
¿Quién inventó el traje de los toreros? Supongo que es resultado de una evolución, pero mírenlo con objetividad: un sombrero (montera) inverosímil, oro y lentejuelas para aburrir, un corte de traje que haría las delicias de un drak quin, pero que sirve para marcar actitudes del más rancio machismo, aunque, por una de esas ironías de la vida, acaban, por su amaneramiento, pareciendo poco varoniles; unas medias rosa y unas zapatillas de aire más que femenino, completado todo ello con una corbatita ridícula. No vamos a suprimir los toros por la forma ridícula que tienen los toreros de vestirse, pero no me resistía a señalarlo, porque siempre me pareció asombroso.
Las actitudes, los dodesafíos y los desplantes ante la cara de un animal moribundo, desangrado, vacilante y presa ya de los estertores de la muerte es uno de los espectáculos más grotescos que puede ofrecer una persona, y, sin embargo, se hacen para arrancar los aplausos del público espectador.
Son sólo algunas cosas que no soporto de los toros.
No sé si habría que prohibir este sinsentido, probablemente dada su amplia aceptación (y rendimiento económico) sea muy difícil. Pero lo que no me cabe duda es que no es actividad para que el Ministerio de Cultura la premie de ningún modo, y menos con la Medalla de las Bellas Artes (¿no hay Medalla de las Siniestras Artes?). De hecho somos ya bastantes, también ciudadanos españoles, que estamos en contra de la Fiesta y nos sentiríamos felices si las instituciones públicas, al menos, se inhibieran de este apoyo y promoción; más bien habría que contribuir a que la cuesta arriba que está empezando a sentir el mundo de los toros por su radical anacronismo, sea un poco más pronunciada.
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ILUSTRACIÓN: La fotografía se llama Cuesta arriba y su autor es MATITO, al que pido perdón por haberla utilizado en este contexto.
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