Woodrow Wilson, presidente de EE.UU., presentó en 1918 los 14 puntos como proyecto de paz tras la Gran Guerra; el decimocuarto preveía la creación de una Liga de Naciones que garantizara la paz en el futuro. La Sociedad de Naciones fue el fruto de esa idea, el indiscutible, ahora sí, precedente de la ONU. Curiosamente el Senado norteamericano no compartía el idealismo de su presidente y nunca aceptó la incorporación de EE.UU. a la organización, que se vio lastrada por esta ausencia desde su inicio. No muchos años después el mundo estaba envuelto en una Segunda Guerra Mundial. Probablemente la SN había sido un proyecto prematuro, impulsado más por los sueños de un político eminente e influyente, que por lo que el momento reclamaba, dado el ambiente político general.
En 1945 se suscribió, por 51 países, la Carta de las Naciones Unidas en San Francisco. Se trataba de una refundación de la SN ya que se recuperaban sus objetivos, pero dotándolos de una estructura más sólida y eficiente. Sin embargo, en el 45, como antes en el 18, las huellas del conflicto precedente y su resultado se dejaron sentir con fuerza: los miembros del Consejo de Seguridad con derecho a veto fueron las grandes potencias vencedoras. Esta asimetría fundamental es insostenible más de medio siglo después, pero ya se dejó sentir de forma perniciosa desde los primeros tiempos –la guerra de Corea (1950/53) se hizo bajo la bandera de la ONU–. Sin embargo tal concesión a los poderosos del momento permitió su existencia y no cabe duda que este fue un bien superior. El balance de éxitos en la evitación o resolución de conflictos es difícil de evaluar y, sin duda, presenta claroscuros; en todo caso la mayoría pensamos que ha dejado mucho que desear. Un aspecto interesante es el complejo de organismos de que se ha dotado –la SN sólo la OIT y un Tribunal de Justicia Internacional–, alguno de los cuales ha tenido un comportamiento ejemplar en su funcionamiento, pero pocos han escapado a las presiones y al chantaje de los poderosos de quienes siempre depende la financiación: el caso de la Unesco, abandonada por EE.UU durante años, porque su funcionamiento democrático le incomodaba, es sintomático; peor ha sido la evolución del FMI y del Banco Mundial que han ido desligándose de la ONU y cayendo descaradamente en manos de EE.UU. y los intereses del gran capital y la ideología ultraliberal, con los resultados conocidos. Con todo, difícilmente podríamos imaginar el último medio siglo sin la presencia de la ONU.
Si en 1918 fue un proyecto prematuro, hoy, en pleno proceso de globalización, está superado y necesita un nuevo salto adelante, una refundación más que una reforma.
«[…] es urgente una reunión extraordinaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas para establecer los principales criterios que podrían conducir a su renovación en profundidad, dotándola de la autoridad moral y política que son imprescindibles para hacer frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo y de la capacidad de disponer de los recursos personales, financieros, técnicos y, cuando fuera preciso, militares, para el ejercicio de sus funciones a escala mundial.» Mayor Zaragoza.
Sería necesario superar la exclusiva representación estatal dando entrada a otras entidades; hacer imposible la dependencia económica respecto de las grandes potencias; suprimir privilegios en su seno (veto, puesto permanente en Consejo de Seguridad); una acción decidida y respetada en los conflictos internacionales; el derecho de injerencia en conflictos internos donde estén en peligro los derechos humanos; liderar el proceso de globalización velando por un desarrollo equilibrado y sostenible y la erradicación de la pobreza; emprender decididamente la lucha contra la degradación del medio y el calentamiento global…
Más que nunca necesitamos a la ONU, pero la que se fundara en 1945 es cada vez menos eficiente porque la evolución del mundo la supera. Se impone la necesidad de su refundación.
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