En
plena orgía escatológica (primera acepción del DRAE) protagonizada por las
celebraciones de la pasión, muerte y resurrección de Jesús según el relato de
la iglesia, uno se siente como gallina en corral ajeno. Uno, que no es creyente
(odio definirme con una expresión negativa pero el dominio de los otros obliga),
añoró siempre una brizna de respeto por su condición ideológica. Comparto la
opinión de que no todas las ideologías o creencias merecen respeto pero sí
todos los que las portan. Es posible que desde el punto de vista de los
creyentes mis posiciones intelectuales resulten deleznables, desde el mío
ocurre a la inversa; sin embargo, unos y otros merecemos un respeto
escrupuloso, que no es una simple tolerancia.
El nacionalcatolicismo, en el que nos hemos criado, ni siquiera toleraba. Es más, la opresión que se ejercía desde el poder, aliado con la iglesia, casi era llevadera en comparación con la que emanaba de la sociedad, en la que el pensamiento católico intolerante era absolutamente hegemónico, por expresarlo de un modo neutro. No sólo recibíamos un adoctrinamiento machacón y monocorde desde las instituciones públicas (escuela), que abortaba (con eficacia dudosa, todo hay que decirlo) cualquier brote crítico, sino que desde el seno familiar se colaboraba con entusiasmo en la tarea. La familia, a la que el régimen halagaba con una retórica entre fascista y clerical, cumplió a la perfección el papel de transmisora de los valores dominantes y de control de potenciales disidencias. Naturalmente esas prácticas sociales sobrevivieron largamente a la muerte del dictador y a la promulgación del texto constitucional, en el que incluso se colaron algunas virutas del cepillado democrático, que creíamos estar haciendo a la perfección.
Cuando los socialistas
abandonaron el marxismo y decidieron conservar la “o” en el nombre de su
partido sólo por respeto a la tradición, muchos militantes de izquierda
pensaron que no alejarse de los intereses del “pueblo” consistía en hacerse
hincha de algún club de futbol, participar y promocionar cualquier festejo
local por ridículo, cutre o casposo que fuera, seguir a algún matador de toros,
participar en procesiones y en romerías y, cómo no, hacerse hermano de alguna
cofradía, porque ahí encontraban la esencia del pueblo. Y como estos presuntos
izquierdistas ocuparon concejalías, alcaldías, ministerios y hasta la jefatura
del gobierno, nunca como con la llegada de la democracia tras la Transición
prosperaron más tales manifestaciones de casticismo, que a la postre se mostró tan rancio como cabía
esperar. Convertidas en muestras de la esencia nacional y del alma del pueblo
quedaron sacralizadas. Y nada más profundamente incrustado en alma alguna que
las manifestaciones del sentimiento religioso, tanto por los siglos de
persistente martilleo como por la problemática relación de los humanos con la
racionalidad.
Los que esperábamos la
democracia como agua de mayo que se llevara el tufo a cera y a incienso nos
quedamos con tres cuartas de narices. Con perplejidad y resignación, tuvimos que aceptar
que nuestros hijos recibieran el bautismo para evitar el infarto de los
abuelos; que soportaran la enseñanza religiosa en sus escuelas públicas para
que no se sintieran como bichos raros cuando el maestro los pusiera a pintar en
un rincón del aula en la hora de la sagrada asignatura; que los allegados nos
consolaran (¿recriminaran?) con la odiosa frase: “No van a aprender nada malo”,
o similar…
Hoy, a 35 años de la
proclamación de la Constitución presuntamente democrática e instauradora de un
Estado laico, cuando como cada día salga a dar mi paseo vespertino por las
calles de Málaga, donde vivo, me encontraré con una ciudad tomada por una
legión de meapilas de todo tipo y condición: con traje oscuro y medallas
gigantes, con arreos militares, con túnicas y capirotes, con mantilla y tacones
de vértigo… Me asfixiaré entre una multitud que pugna por transitar inverosímiles
pasillos que a duras penas dejan libres hileras de sillas y tribunas faraónicas
que taponan cada calle, cada plaza; muchedumbres que estiran el cuello para
atisbar, por encima de los artilugios recaudatorios de la cofradías y deslumbrados
por los focos de las televisiones, los varales de un palio o el pico de los
capirotes; los mismos que si logran entrever el movimiento de la túnica de El
Cautivo, mecida por el vaivén de los portadores, o escuchar el himno de la
legión entre tufaradas de incienso, vuelven a casa con lágrimas en los ojos y
el convencimiento de haber sido testigos de algo único.
Por estas latitudes la Semana Santa
no tiene siete días como dictaría la razón sino veinte (aquí la razón en tiempo
de Pascua no dicta prácticamente nada). Durante ese tiempo seré desahuciado sin
miramientos del espacio público que queda para uso exclusivo de estos que
demuestran, una vez más, ser los putos amos.
Y ni se te ocurra quejarte.
2 comentarios:
Una gran reflexión sobre "esta" Semana Santa...
Un cordial saludo
Mark de Zabaleta
Los no creyentes poco a poco vamos convirtiéndonos de "rara avis" en legión.
Basar cualquier decisión en la fe o en las creencias, es lógicamente irracional. Lo que tampoco quita que la religión pueda tener un sustrato de conocimiento que sea digno de estudio. ¿Podrá la ciencia entrar alguna vez en tal gueto del conocimiento?
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