El descrédito de los
políticos y de la política es un síntoma global que afecta a todos los países
con sistemas democráticos. Está en la prensa y en el debate político del mundo
entero. Las causas son oscuras, no así los efectos: crecimiento del populismo y
la demagogia, ascenso de los radicalismos, especialmente de derechas, que
reniegan abiertamente de las instituciones democráticas y de sus mismos
principios, o que mezclan medidas populistas con autoritarismo (desde el
Partido del té a Amanecer dorado, pasando por el UK Independence Party o el
Frente Nacional francés).
Por otra parte, las horas
bajas de la política han facilitado la puesta en cuestión de la pertinencia del
estado para gestionar la economía, sueño irredento del liberalismo. Antes, si
algo justificaba el poder era la gestión de los recursos y su distribución; no en
balde, históricamente, los que accedían a él de modo irregular se apresuraban a
acuñar moneda, símbolo de soberanía. Contra esto USA ha exportado, entre todo
tipo de mercaderías, servicios, modos y modas, la idea de que el control de la
moneda no se puede dejar en manos del estado. El modelo de la Reserva Federal
se ha impuesto como un dogma globalmente. La economía, se dice, es cosa de
técnicos; pero, manejar la moneda no es manejar kilowatios. De hecho, puesto
que el alma del capitalismo está en la monetarización de la economía, el
control monetario es decisivo y sin él, más que nunca, no hay soberanía.
Ahora bien, nuestros bancos centrales,
siguiendo el modelo liberal yanqui, se han independizado de sus respectivos
gobiernos a la vez que cedían sus poderes al BCE (Banco Central Europeo) por
efecto de la construcción del Euro. El proceso parece inevitable, pero como
sobre las instituciones europeas el control ciudadano es indirecto en tercer o
cuarto grado, la grieta entre unos y otros se ha convertido en abismo. Así, la
imposición a Italia de un gobierno
“técnico” y el chantaje de Trichet sobre Zapatero, desvelado ahora con puntos y
comas, por no hablar de Grecia, Irlanda o Portugal han sido interpretadas como
acciones coloniales por parte de un poder difuso (el mercado) o su
representante en este mundo, el gobierno alemán. De hecho la expansión colonial
europea decimonónica se justificó por problemas financieros producidos por la
mala gestión de los poderes soberanos en esos lugares, se vendió a la opinión
pública metropolitana como una necesidad económica y, finalmente, desembocó en
una descarada y criminal explotación de recursos y gentes, que aún colea.
Pero en la UE hay una
esperanza. El Tratado de Lisboa (nueva constitución europea), que se está
aplicando paulatinamente, prevé una ampliación de los poderes del Parlamento,
única institución de elección directa. Es cierto que hay una desconexión entre
los electores de los distintos países, que piensan cada uno en una cosa a la
hora de votar, lo que difumina el poder ciudadano. Pero, poco a poco, se está
construyendo una estructura parlamentaria cada vez más efectiva. En el próximo periodo el presidente de la
Comisión (cargo que ocupa hoy Durao Barroso) será elegido por el Parlamento, lo
que sin duda dará un tono político a lo que antes sólo mostraba color
burocrático. Sería de tontos desperdiciar la ocasión.
3 comentarios:
Un gran artículo. Mejor, efectivamente, ser optimistas!
Saludos
Mark de Zabaleta
Se está dando una concentración de poder. Y es cierto que han convertido a los países del sur europeo en meras colonias del norte y de EEUU. Frente a esto, no creo que el poder del parlamento sea suficiente, aunque gane en poder. Saludos.
MARK. Muchas gracias y saludos.
LORENZO. Sin duda no es suficiente pero es una cabeza de puente por donde la democracia auténtica puede ir resquebrajando la muralla burocrática con que se rodea la UE.
Gracias y saludos.
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