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Es un clásico que los viejos nos quejemos de la juventud: ¿a dónde vamos a parar? Pero no es un tópico menor que se la justifique por la falta de oportunidades, por la competitividad en el mercado de trabajo, por el coste de la vivienda…
Hace unos días escribía Almudena Grandes en El País (Flores de luna) a propósito de un documental, que no conozco, cómo el sueño de los emigrantes que se instalaban en el Pozo del Tío Raimundo, allá por los 50 y 60, que iban a clase después del trabajo para aprender a leer a los 40 años, se ha materializado en unos nietos que abandonan la escuela 7 de cada 10 antes de terminar el ciclo obligatorio, que desprecian a los inmigrantes de hoy y están de acuerdo con la pena de muerte.
En varias ciudades griegas se ha desatado una ola de violencia y destrucción, que asemeja situaciones de guerra, protagonizadas por jóvenes iracundos, al parecer movidos por el deseo de vengar la muerte de un chico de quince años a manos de la policía. La magnitud de las acciones reduce a puro sainete aquel afán destructor de nuestro peculiar Atila de los 80, el Cojo Mantecas, con su habilísima minucia artesanal en la demolición del mobiliario urbano. Aun teniendo en cuenta el protagonismo de las revueltas juveniles en la conquista de la democracia en Grecia, que las ha mitificado de algún modo, cuesta comprender la persistencia en la violencia extrema de estos vándalos post-adolescentes. Su ira parece venir de lejos y haber anidado profundamente en sus tiernos corazones. Sí, son jóvenes airados; como los que abundan en nuestro país o en otros entornos de nuevos ricos.
Jóvenes airados ¿por qué? ¿No es ésta la generación a la que nunca faltó el pan en su mesa? ¿No son ellos los que, por primera vez en la historia, tuvieron asiento en la escuela, todos sin discriminación? ¿No han sido tratados por una sanidad pública que universalizó sus servicios? ¿No han disfrutado de una libertad, en todos los sentidos, que las generaciones anteriores ni siquiera pudieron soñar? ¿No han tenido una capacidad de compra que para sí hubieran querido muchos padres de familia en tiempos de sus abuelos?
Veamos, en otro tiempo, lo que más se parecía a los jóvenes de hoy eran los estudiantes, pero los estudiantes eran una minoría en aquella sociedad y, además, pertenecían a las clases medias y altas y, por tanto, con un porvenir casi asegurado. El resto simplemente no tenía juventud, pasaban de la infancia, corta, por cierto, a las responsabilidades de la edad adulta. En los países ricos de hoy se ha universalizado un tramo de edad, cada vez más largo, de formación, sin cargas laborales; es decir, se ha generalizado la juventud, que ha dejado de ser un privilegio. Son cambios sociales que tardan en ser digeridos y que, de momento, pueden producir infelicidad, porque el paso a la adultez genera miedos, incertidumbres y situaciones de inseguridad. Estos jóvenes de que hablamos son más infelices que los de generaciones anteriores, aunque su grado de bienestar social sea infinitamente mayor. Su infelicidad genera la actitud violenta, pero su situación objetiva provoca la incomprensión de sus mayores.
Quizás estemos cambiando cosas demasiado deprisa.
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