La medida del tiempo es cuestión fundamental. Ricos o pobres, el tiempo es el mayor tesoro del que disponemos o carecemos unos y otros, con independencia de nuestro poder, inteligencia o riqueza. ¿Cómo no medirlo, secuenciarlo, contarlo…? Por otra parte, las actividades humanas (la caza, la agricultura, la pesca, la ganadería, la navegación…) necesitan del conocimiento de las regularidades astronómicas que producen el día y la noche, las estaciones, las mareas, etc. El resultado es el calendario, o mejor dicho, los calendarios. La naturaleza nos proporciona tres ciclos principales: la rotación de la tierra sobre sí misma, que define la duración de los días; la rotación de la Luna alrededor de la Tierra, que define los días lunares; la rotación de la Tierra alrededor del Sol, que define el año.
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El primer problema surge del hecho de que el año solar –giro de la Tierra alrededor del Sol– tiene una duración de de 365 días, 5 h, 48 m, 45,96768…s. Imposible obtener fracciones regulares de semejante cifra. Los ciclos lunares –el calendario judío y el musulmán se basan en él– tienen además el problema de que por ser más corto el año lunar (354 días) las estaciones no ocupan en él el mismo lugar de un año para otro. Los meses son una fracción muy utilizada, bien porque su duración es más o menos un ciclo lunar, bien porque los sistemas sexagesimales y duodecimales se utilizaron ya en Babilonia para medir el tiempo y el círculo; el mes tiene en torno a 30 días en todos los calendarios. La semana es más problemática; está muy arraigada en las tres grandes religiones monoteístas, pero no parece tener más fundamento que el relato del Génesis y el valor mágico que se ha atribuido al siete tantas veces. Los romanos no la utilizaron hasta la difusión del cristianismo.
La infancia de nuestro calendario comienza con el de la antigua Roma –que a su vez derivaba del griego (lunisolar) y éste del babilonio (lunar)–, reformado por Numa Pompilio (S. VII a.C.) que lo convirtió en un calendario solar con doce meses lunares. Era tan imperfecto y los desajustes que produjo tan notorios que en el 46 a C., Julio Cesar –Sosígenes en realidad– lo reformó de nuevo introduciendo los bisiestos y agregando ese año, llamado de la confusión, noventa días adicionales para corregir el desfase.
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Se había ganado precisión, pero no la perfección. En la época del papa Gregorio XIII (S: XVI) se había adelantado diez días. Gregorio encargó a Clavius (astrónomo jesuita) una nueva reforma. Se suprimieron los diez días sobrantes –del 5 de octubre se pasó al 14, lo que produjo altercados porque el populacho creyó que le arrebataban días de vida– y se ajustó el sistema de los bisiestos para lograr una mayor precisión. La Iglesia Ortodoxa no aceptó la reforma –la Revolución de Octubre se produjo en noviembre–, hasta que Lenin deshiciera el entuerto en Rusia. Éste es nuestro actual calendario, llamado gregoriano, impreciso y resultado de un batiburrillo de elementos fundidos a lo largo de siglos: comienza un día (1 de enero) sin la mínima relevancia astronómica, los meses son irregulares, las semanas no encajan en los meses, los días de la semana y del mes varían de un año a otro, y eso por no hablar de las fiestas (Pascua de Resurrección, por ejemplo) que bailan dentro del año porque proceden del calendario lunisolar judío.
De hecho se trata de un asunto complejo, el calendario es siempre un desafío a la inteligencia humana; por eso se ha dicho al respecto, con razón, que Dios, si existe, o tiene sentido del humor, o no sabe matemáticas.
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ILUSTRACIONES: 1. Movimiento aparente del Sol; 2. el papa Gregorio.
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