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La infancia de nuestro calendario comienza con el de la antigua Roma –que a su vez derivaba del griego (lunisolar) y éste del babilonio (lunar)–, reformado por Numa Pompilio (S. VII a.C.) que lo convirtió en un calendario solar con doce meses lunares. Era tan imperfecto y los desajustes que produjo tan notorios que en el 46 a C., Julio Cesar –Sosígenes en realidad– lo reformó de nuevo introduciendo los bisiestos y agregando ese año, llamado de la confusión, noventa días adicionales para corregir el desfase.
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Se había ganado precisión, pero no la perfección. En la época del papa Gregorio XIII (S: XVI) se había adelantado diez días. Gregorio encargó a Clavius (astrónomo jesuita) una nueva reforma. Se suprimieron los diez días sobrantes –del 5 de octubre se pasó al 14, lo que produjo altercados porque el populacho creyó que le arrebataban días de vida– y se ajustó el sistema de los bisiestos para lograr una mayor precisión. La Iglesia Ortodoxa no aceptó la reforma –la Revolución de Octubre se produjo en noviembre–, hasta que Lenin deshiciera el entuerto en Rusia. Éste es nuestro actual calendario, llamado gregoriano, impreciso y resultado de un batiburrillo de elementos fundidos a lo largo de siglos: comienza un día (1 de enero) sin la mínima relevancia astronómica, los meses son irregulares, las semanas no encajan en los meses, los días de la semana y del mes varían de un año a otro, y eso por no hablar de las fiestas (Pascua de Resurrección, por ejemplo) que bailan dentro del año porque proceden del calendario lunisolar judío.
De hecho se trata de un asunto complejo, el calendario es siempre un desafío a la inteligencia humana; por eso se ha dicho al respecto, con razón, que Dios, si existe, o tiene sentido del humor, o no sabe matemáticas.
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ILUSTRACIONES: 1. Movimiento aparente del Sol; 2. el papa Gregorio.
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