Necesitamos de los ritos como del comer. Las sociedades humanas se mantienen por la necesidad que siente el hombre, desde sus orígenes, de actuar en colaboración con otros de su especie para su mantenimiento y seguridad. Tan importante es esta necesidad que no basta con sentirla, es necesario reforzar los lazos de cooperación, blindarlos, elevarlos a la categoría de lo trascendente; de aquí nace el rito. Todo ritual tiene como función el mantenimiento o reforzamiento de determinadas relaciones sociales. Las fiestas, de cualquier tipo que sean, no son sólo una válvula que libere el estrés laboral, permitan la expresión de nuestra alegría o de sentimientos religiosos (que también), son ante todo un ritual encaminado a reforzar nuestro sentimiento de grupo, la necesidad de sentirnos integrados en un colectivo.
En esto no somos diferentes a muchas especies animales que forman grupos familiares o asociaciones más amplias; pero sí en el hecho de poder reflexionar sobre la cuestión. La capacidad de reflexión nos ha permitido a lo largo de nuestra historia como especie relativizar y controlar impulsos instintivos, lo que nos ha ido diferenciando de los demás seres del reino animal.
Pero la historia no se detiene y afecta a las relaciones sociales en su conjunto, así que los ritos vinculados a ellas cambian, desaparecen o adquieren con el tiempo nuevos significados. Las fiestas de Navidad no pueden ser una excepción. En sus orígenes se trataba de los ritos vinculados al solsticio de invierno –el Sol alcanza su punto más bajo en el horizonte y empieza a elevarse de nuevo–; los romanos lo llamaban día del Sol victorioso (dia solis invictus) y celebraban en él el nacimiento de Júpiter, identificado con el astro rey. Era una fiesta de renovación de un ciclo (muerte-resurrección), que tanta fuerza tienen en las sociedades agrarias.
La Iglesia (tal y como hizo con muchos ritos paganos) cristianizó la fiesta sustituyendo a Júpiter por Cristo. Ahora bien, el cristianismo tenía su fiesta de renovación cíclica en la Pascua (muerte y resurrección de Cristo), así que la Navidad perdió este sentido y fue paulatinamente decantándose por la exaltación de los vínculos familiares, especialmente desde que el estilo de vida burgués y su modelo de familia fue imponiéndose. Como la familia ha ido difuminando sus perfiles en los últimos tiempos, la fiesta familiar por excelencia, que es la Navidad, empieza a parecernos ñoña y se transforma a toda velocidad. Hoy, en consonancia con la sociedad de consumo en la que nos vemos envueltos, parece, más que nada, una exaltación del mercado; es un ritual de consumo desaforado, utilizando los elementos que siempre tuvo, la comida familiar y los regalos, como instrumento de su nueva finalidad.
El complemento de la Navidad son las fiestas de año nuevo. Por una de tantas de las incongruencias de nuestro calendario el año empieza días después del solsticio, el primero de enero, sin ninguna justificación astronómica. En una sociedad cada vez más laica la fiesta de renovación se ha trasladado a ese día (la Pascua tiene hoy un carácter estrictamente religioso y, por tanto, limitado). Con la proximidad del nuevo año nos cargamos de nuevos propósitos, hacemos balance del pasado y propósito de la enmienda para un futuro que siempre deseamos e imaginamos mejor.
Como yo formo parte del grupo, como cualquiera, y no quiero ser un excluido, participo en el rito y os deseo todo cúmulo de felicidades.
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Tomé prestada la imagen de alguien de la Red
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