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Dicen que la capacidad de asombro es garantía de juventud. Pues, ¡cualquiera diría que haya abandonado la adolescencia hace medio siglo! No salgo de uno y ya estoy en otro. No me he recuperado de la sorpresa que nos ha proporcionado nuestro gobierno socialista con el asunto de la retención de inmigrantes ilegales, cuando me encuentro con un artículo sugerentemente titulado “María Emilia y el lobo” en el que un profesor y una profesora de la Pompeu Fabra defienden a la presidenta del TC por considerar que pecó de ingenua al atender a una particular presunta victima de malos tratos que al final resultó ser presunta asesina de su marido.
Yo también considero que la presidenta actuó de buena fe, movida por un sentimiento noble y loable en cualquier persona, en ella también. Lo que no comparto en absoluto es el tipo de argumentos que se emplean, porque son sexistas. El fin que buscan, la exculpación moral de Dª María Emilia, es aceptable para el común de las gentes de buena fe; los medios, en cambio, me parecen reprobables.
En el artículo en cuestión se pueden encontrar argumentos como estos: “las mujeres, que desde niñas han recibido el mensaje de ser buenas, en su vida adulta siguen queriendo responder a lo que se espera de ellas” ; y “la sumisión, históricamente necesaria para conseguir la protección del varón, parece haber quedado escrita en la memoria genética de las mujeres y llevarlas a orientar su actividad a la búsqueda de los afectos, de la aceptación, por encima de sus intereses”; o este otro, “muchas mujeres suelen mostrar un único registro, la complicidad, especialmente si es otra mujer quien les plantea un problema para el que están sensibilizadas”.
Los hombres son retratados como seres capaces de una estrategia –despojado el vocablo de matices peyorativos– por encima de complicidades afectivas y de compasiones.
Si lo que buscaban era defender a las mujeres con altas responsabilidades y más concretamente a la presidenta del TC, lo que consiguen es justamente lo contrario, porque nos las presentan como ingenuas caperucitas a merced de las fauces de cualquier lobo, y eso por el simple hecho de ser mujeres –conviene señalar además que en este caso particular el lobo era loba–.
Tanto me irrita el buenismo, que con bastante frecuencia se aplica hoy a las mujeres, como lo contrario. Ambos comportamientos son formas diferentes del discurso sexista. Lo bueno sería que se analizase el comportamiento de quien ostente tan alta magistratura sin que aparezca por ningún lado, ni para agravar ni para exculpar, su condición sexual o de género, que se dice ahora.
En otro reciente artículo de El País la escritora Luisa Castro abogaba, hace tan sólo unos días, en contra de la custodia compartida y a favor de que, por defecto, le sea adjudicada a la madre, con el original razonamiento de que es ella quien ha parido a los hijos. Si utilizáramos éste y los argumentos expuestos arriba para defender las tesis contrarias, es decir que quien debe ocuparse de los hijos en el hogar es la madre y que las mujeres tienen dificultades biológicas o psicológicas para desempeñar altas responsabilidades, se nos tacharía de machistas y de utilizar un argumentario sexista, con toda razón. ¿Por qué no concluir lo mismo en este caso por mucho que los que escriban lo hagan bajo el marchamo de expertos, progresistas o feministas?
Ni el lobo ni caperucita deberían tener ya sitio en esta sociedad.
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