Es éste un país con horarios laborales absurdos, pero sin duda el que se lleva la palma es el escolar, inserto en un calendario no menos surrealista. Es muy probable que una de las causas del lamentable rendimiento académico que padecemos se deba a la distribución horaria de la jornada y a la configuración anual del curso; y, sin embargo, apenas nadie se digna tratar el asunto. Cierto que el número de horas lectivas no es menor que en otros países de nuestro entorno, pero su distribución y el rendimiento que de ellas se obtiene deja mucho que desear. Estos días ha finalizado el curso en la enseñanza secundaria, ESO y bachillerato, que es de la que hablo, y me parece oportuno traer aquí el problema, porque de un problema, y no menor, se trata.
Los adolescentes se enfrentan a una jornada intensiva de seis horas de clase –seis asignaturas diferentes– cada mañana, cinco días a la semana, con un descanso intermedio de 30 minutos, o dos menores. Regresan a sus casas para almorzar cerca de las tres. Por la tarde ya no hay jornada lectiva, aunque los centros suelen programar diversas actividades de carácter voluntario, con poco éxito las más de las veces. ¿Puede extrañar a alguien que en las dos últimas horas sea poco menos que imposible conseguir la concentración de los alumnos? La pérdida de tiempo, la frustración y desesperación de los profesores y la habituación de los alumnos a actitudes díscolas, son los efectos inevitables. Eso sin contar con la absurda hora a que se relega el almuerzo, que debería hacerse en el centro antes de la una. Por supuesto las asignaturas se distribuyen en ese horario de modo aleatorio, y eso por dos razones: por evitar agravios comparativos entre asignaturas (profesores) y porque la elaboración de horarios –operación compleja donde las haya– se realiza ahora por procedimientos informáticos en todas partes.
Esta manía por lo intensivo alcanza al calendario anual. El curso empieza tarde y termina pronto, si lo comparamos con los estándares europeos. Tampoco aquí se trata de trabajar menos, sino de hacerlo en el menor tiempo posible. Las vacaciones de verano alcanzan entre nosotros casi los tres meses, mientras que en otros países de nuestro entorno son de seis semanas. En toda Europa el curso empieza el primer día de septiembre; aquí los inútiles exámenes de verano y no se que misterios burocráticos impiden que sea antes de mediado el mes. Un misterio semejante hace que los alumnos de segundo de bachiller terminen a finales de mayo por causa de los exámenes de selectividad, como si fuese un mandato divino que estos se hagan a principios de junio. Y, sin embargo, los programas se cubren con dificultad, o no se cubren, por falta de tiempo; se recurre en exceso a la clase magistral porque es el modo más seguro de avanzar en el programa; se carga la atención y la preocupación en los contenidos porque dedicar el tiempo a la adquisición de técnicas y otras necesidades de la educación requiere un tempo mas reposado, del que evidentemente no se dispone; la estúpida y torturante manía de cargar a los chicos con tareas para la casa tiene el mismo origen, la falta de tiempo para hacerlas en clase.
En nuestro sistema educativo pueden darse aberraciones como la de que los profesores renieguen casi generalizadamente de la pedagogía y los pedagogos, pero no es la menor la de nuestro calendario escolar y horarios de jornada. Quizás estén relacionadas.
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