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Si preguntamos a cualquiera por cuál cree que es el origen de la democracia es muy probable que nos hable de Grecia, de las ciudades estado (πολείς) y concretamente de la Atenas del siglo V a. C. Sin embargo, las diferencias entre las democracias actuales y la ateniense son sustanciales, aparte de que no se ve un hilo conductor que nos relacione, a lo largo de los 25 siglos de distancia, a la una con las otras.
Formalmente hay tres diferencias importantes: la democracia griega era directa, no conocía el principio de representación inevitable en nuestros estados de millones de ciudadanos; además desconocían los derechos humanos, cuestión decisiva que eleva sobre cualquier otra experiencia política a las democracias de hoy; por último, los ciudadanos atenienses con derechos políticos eran una minoría (¿10%?) una vez excluidas las mujeres, los esclavos y los metecos (población originaria de otras ciudades).
Sabemos que la palabra democracia viene de «demos» (pueblo) y «kratós» (poder), pero el vocablo «demos» era ya en el siglo V a. de C. un neologismo formado por la fusión de las palabras «demiurgos» (artesano) y «geomoros» (campesino), lo que nos pone sobre la pista de que fue el dominio y la alianza de artesanos y campesinos (pequeños propietarios) lo que forzó la democracia. No voy a entrar aquí en cómo lograron tal hegemonía; lo cierto es que cuando las relaciones de trabajo y las formas sociales propias de las ciudades-estado esclavistas desaparecen, se volatilizan con ellas sus logros “democráticos”.
Con la pértiga que usamos los historiadores para estos menesteres, damos un salto de vértigo y nos situamos a finales del XVIII. La revolución liberal burguesa, que llevaría al terreno político el ascenso social y ecocómico de la burguesía en detrimento de la nobleza, impuso el predominio del individuo y el principio de ciudadanía, puestos de manifiesto en las declaraciones de derechos y con la división de poderes; pero reservó el ejercicio efectivo del poder para una aristocracia, más o menos amplia, en la que entraba la antigua nobleza y la nueva burguesía, excluyendo a las clases inferiores, las más numerosas, mediante el uso del sufragio restringido. El liberalismo renegaba de la democracia. La palabra misma tenía unas connotaciones claramente peyorativas para los liberales, los revolucionarios de entonces.
Hay que esperar a 1838 para que se materialicen las primeras reclamaciones incuestionablemente democráticas (sufragio universal: el principio de un hombre un voto; ni se hablaba aún de la mujer). ¿Quién lo protagoniza? El movimiento obrero; son los trabajadores británicos los primeros que sentirán la necesidad de la participación política en igualdad de condiciones para todos; más concretamente el Movimiento Cartista, llamado así por la «Carta del Pueblo» que se redactó para una marcha de obreros, con la finalidad de ser entregada al Parlamento de Londres como una petición.
Conclusión: la democracia que conocemos tiene su origen en la lucha de clases del XIX y, más concretamente, en el movimiento obrero, hijo no deseado de la revolución burguesa, que, a su vez, no es sino la manifestación social y política de una revolución tecnológica –revolución industrial– y económica –libre mercado– que asentó las relaciones de trabajo sobre nuevas bases. Nada que ver con la democracia griega, producto de otra formación social, propia de su tiempo.
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