En 1886, el presidente de Estados Unidos Andrew Johnson promulgó la llamada Ley Ingersoll, estableciendo las ocho horas de trabajo diarias. Parecía el final de una larga lucha de los trabajadores por limitar la jornada laboral estableciendo 8 horas de trabajo, 8 de descanso y 8 de sueño. Sin embargo la ley no se cumplió y la lucha continuó. En Chicago el 1 de mayo del mismo año comenzó una huelga que el día 4 desembocó en los trágicos sucesos de Haymarket. Cuando en 1889 se constituyó la Segunda Internacional Obrera en Bruselas, se fijo el 1 de mayo la fiesta del trabajo en recuerdo de los llamados mártires de Chicago y la reivindicación de la jornada de 8 horas como su reclamación básica. En 1919 se fundó la OIT en Ginebra; una de sus primeras decisiones fue establecer la jornada de 8 horas diarias y 48 semanales, que en la legislación de muchos países se había introducido ya unos años antes.
Los que se oponían a la reducción y regulación de la jornada alegaban en primer lugar la libertad de los mercados y el del trabajo no tenía por qué ser una excepción; en segundo lugar, que las empresas no soportarían la elevación de costes. El tiempo demostró que el capitalismo resistía la regulación del mercado de trabajo en esta y en otras cuestiones, y por su parte, el aumento de la productividad compensó con creces la reducción horaria.
Durante todo el s.XX nadie puso en cuestión la jornada. Poco a poco se fue generalizando y aunque nunca se aplicara sin excepciones parecía que la desaparición de los horarios inhumanos era ya una conquista irreversible, como la erradicación del trabajo infantil y otras lacras de los primeros tiempos de la industrialización. Es más, la nueva revolución tecnológica, protagonizada por el chip, desde las últimas décadas del pasado siglo, y otros avances, parecían permitir nuevas alegrías en la jornada laboral. Francia la redujo a 35 horas semanales y todo hacía pensar que ese sería el camino en el futuro inmediato. No ha sido así.
El señor Vladimir Spidla, comisario de empleo y asuntos sociales de la UE, arropado por un coro en el que destacan Ángela Merkel, Nicolás Sarkozy y Silvio Berlusconi, ha sido el encargado de sacudirnos con una noticia, incomprensible para mentes no corrompidas con este engañabobos del neoliberalismo, consistente en retrotraernos cien años atrás. Son los argumentos los mismos de entonces, solo que aliñados con un toque de modernidad: “el paradigma de las ocho horas está obsoleto”, “las ocho horas son un corsé que la economía moderna no aguanta más”, “lo que hay es que fijar el salario por horas y que cada cual trabaje lo que le dé la gana”… De momento lo que ha hecho la UE es fijar el límite de la jornada en 60 horas semanales extensible a 65 en ciertos casos, ignorando olímpicamente más de cien años de lucha de los trabajadores y una de las conquistas sobre las que se basó el Estado de bienestar.
Estos son los “tiempos modernos”, pero aquellos que parodió Chaplin en su genial película
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