10 jun 2008

Reflexiones sobre la democracia (2). Laicismo.

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He aquí a María Auxiliadora, tal y como la imaginara Don Bosco. Ésta, y no otra, de la multitud de vírgenes que pueblan los municipios de este país, es la que se ha hecho con la alcaldía (no sé si perpetua u honoraria) de Morón de la Frontera. Un suceso entre freaky y casposo del tenor a que nos está acostumbrando la jerarquía y la feligresía católica en estos tiempos que empezábamos a imaginar modernos.


Hay ideas difíciles para algunas cabezas; nada más complicado que hacer comprender la necesidad democrática de la laicidad a muchos católicos y, sin embargo, "el laicismo no es una opción institucional entre otras: es tan inseparable de la democracia como el sufragio universal" [1].

En efecto, relaciono y resumo las tesis que definen un Estado democrático y, por ende, laico, extraídas de otro excelente ensayo de Savater[2]:1) los dogmas se transforman en creencias particulares, que han perdido su obligatoriedad pero ganando en seguridad ya que la neutralidad del Estado protege a unas frente a otras; 2) las creencias religiosas son un derecho asumido libremente por los ciudadanos, no un deber que pueda imponerse a nadie; 3) las religiones pueden decretar qué actitudes o comportamientos son pecado, pero sobre los delitos y las penas sólo puede entender el Estado, y al revés, si un comportamiento es delito, lo será aunque la religión correspondiente no lo penalice, es la sociedad laica la que marca los límites de lo legal; 4) sólo lo verificable –aquello que sostiene la comunidad científica como tal– y lo civilmente establecido como válido para todos es lo que debe ser impartido en la escuela pública.

Vivir en un Estado laico significa que a nadie se le puede imponer una religión, pero también que a nadie se le puede impedir practicar la suya. Es en las sociedades que no reconocen el principio de laicidad donde no están garantizados los derechos de todos los creyentes, salvo de los que son mayoría o detentan el poder.

A los grandes principios expuestos unas líneas más arriba se opone una realidad con mil y una pequeñas, o no tan pequeñas, violaciones de esas máximas: acciones como la de la corporación de Morón, los símbolos religiosos en actos oficiales y centros institucionales del Estado, las ceremonias religiosas como actos solemnes de las instituciones, la exhibición de la fe religiosa del Jefe del Estado y su familia en actos oficiales, la enseñanza de la religión en la escuela pública o concertada, el trato fiscal preferente de la Iglesia Católica, la existencia del Concordato, la mención que en la Constitución se hace del catolicismo. Todo ello constituyen anomalías –por ser generoso con las palabras– en un Estado democrático.

Muchas de estas situaciones pueden parecernos, sobre todo si las contemplamos aisladamente, intrascendentes; pero su número y su contumacia, desafiando años de discurrir democrático deberían ponernos en guardia sobre la intención de quienes las sostienen, que parecen querer poner a prueba la tolerancia de los demás, justamente los que, en otros tiempos, sufrieron su absoluta intolerancia.


[1] F.Savater. Diccionario del ciudadano sin miedo a saber. Ariel 2007.
[2] La vida eterna. Ariel. 2007.

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